En abril del 2006 los titulares de la prensa anunciaron una operación histórica. Se trataba de la venta a la española Telefónica del 50 por ciento más una acción de la propiedad que el Estado colombiano tenía en Telecom, por el equivalente de 369 millones de dólares.
El acuerdo, cerrado después de una puja en la que participó la venezolana CANTV, le dio un nuevo giro a una compañía que tenía un inmenso prestigio a ojos de la ciudadanía, pero que estaba perdiendo valor a pasos agigantados como consecuencia de la revolución tecnológica.
Así, el crecimiento de la telefonía celular y la paulatina desaparición del negocio de la larga distancia nacional e internacional le ponían un signo de interrogación a la que fuera durante años una de las empresas bandera del sector público.
Dentro de los términos del contrato de enajenación quedó en claro que la nueva sociedad que se creó con el nombre de Colombia Telecomunicaciones (Coltel) tendría a cargo la cancelación de una suma anual, con el propósito de financiar el pago de las pensiones de los 17.000 jubilados de la antigua Telecom, cuyo pasivo tuvo mucho que ver en convertirla en un ente inviable. Sin embargo, con el correr del tiempo los resultados empezaron a mostrar crecientes saldos en rojo, ante la caída en las ventas y el estrechamiento en los márgenes operativos.
Debido a ello, desde hace unos meses las proyecciones empezaron a mostrar que Coltel tenía serios problemas de viabilidad.
Ante la posibilidad de una quiebra, las alarmas se encendieron, pues la nación no sólo se exponía a perder su participación en la firma, sino que por defecto se vería obligada a asumir las mesadas de los pensionados, que no se encuentran fondeadas plenamente.
Como si eso fuera poco, se abría un enorme interrogante sobre la prestación del servicio de telefonía fija a más de dos millones de usuarios, algunos de ellos ubicados en municipios remotos.
Frente a tales perspectivas, el Ministerio de Hacienda impulsó una fórmula que, para salir adelante, necesita permisos y autorizaciones.
Esta consiste en capitalizar a Coltel para fusionarla posteriormente con otra compañía del sector, aunque técnicamente la primera absorbería a la segunda. Por obvias razones, la candidata más opcionada es Movistar, la filial de Telefónica que tiene a su cargo el negocio de telefonía celular del conglomerado ibérico.
La lógica del ejercicio es, sin lugar a dudas, clara. En vez de tener un pedazo importante de una compañía que se encamina casi que irremediablemente a su desaparición, la Nación quedaría como dueña de un activo mucho más sólido, con un amplio espacio para crecer.
Al mismo tiempo que eso ocurre, una operación integrada permitiría sinergias y oportunidades de desarrollo, pues cualquier interesado en la industria sabe que la verdadera rentabilidad está en los llamados ‘combos’ que incluyen tanto los servicios de telefonía móvil y fija, como los de Internet y televisión por cable o cualquiera de sus combinaciones.
Hecha esa descripción, es necesario pasar por el Congreso, por lo cual el Gobierno radicó un proyecto de ley hace un par de días en el Capitolio.
A pesar de los atractivos que tiene la propuesta, es de prever que la discusión no será fácil, pues más de un senador o representante pedirá precisiones sobre las obligaciones en que incurre el fisco, ya sea directa o indirectamente.
No obstante, es de esperar que la iniciativa acabe recibiendo una luz verde.
De lo contrario, el Estado colombiano se arriesga a quedarse con el pecado y sin el género, pues lo que hoy se ve mal probablemente se verá peor en un tiempo corto.
Falta ver si ese ejemplo sirve también para demostrarle a las compañías públicas de Bogotá, Medellín y Cali, los peligros de pensar que son indemnes a la revolución tecnológica, así algunas de ellas den utilidades, por ahora.