Aquel conocido refrán según el cual ‘no hay plazo que no se cumpla’, debería ser repetido por los funcionarios del Ministerio de Transporte, encargados del programa de chatarrización de vehículos de carga, como una especie de mantra. El motivo es que tras una extensión de seis meses, que vence a mediados del 2019, conseguida por Ángela Orozco –la titular de esa cartera– durante una reciente visita a Washington, es muy poco probable que el Tío Sam dé su brazo a torcer de nuevo.
De lo contrario, Colombia podría verse expuesta a sanciones en el marco del TLC firmado con Estados Unidos. Dada la trayectoria de la administración Trump en el asunto, sería temerario tratar de hacerle ‘conejo’ a un compromiso ratificado en las negociaciones que nos permitieron ser aceptados en el club de naciones que conforman la Ocde.
Y aunque es obvio el interés norteamericano de vender más camiones aquí, vale la pena recordar que el modelo existente en el país ha generado efectos indeseables. En términos prácticos, el parque automotor de carga está congelado, con lo cual solo se abren cupos para nuevas matrículas con los vehículos que se destruyen a través del conocido sistema ‘uno a uno’.
Si bien sobre el papel dicho modelo tiene cierta lógica al tratar de reconocer la presencia de pequeños propietarios y el efecto social que tendría un gran aumento en la oferta de cabotaje, en la realidad, ha dado ocasión a prácticas corruptas. Como a causa de los controles impuestos es muy difícil superar los filtros, los niveles de ejecución son bajos, con lo cual la sociedad incurre en otro tipo de costos, algunos de ellos onerosos.
Para comenzar, contamos con la segunda flota camionera más antigua de América Latina, solo por debajo de la de Nicaragua. Según un cálculo del BID, en el 2015 esa edad era de 21 años en promedio, pero como han llegado casi cero unidades nuevas se puede asumir que ahora esa vejez es de 24 años.
Aunque pueda parecer pintoresco que camiones que deberían estar en un museo sigan rodando por las carreteras, no está de más recordar que la transformación tecnológica de la década pasada en los motores ha sido inmensa. En términos de eficiencia y seguridad, el avance es incuestionable por lo cual se consume mucho más combustible del que sería necesario con equipos modernos, para no hablar de la posibilidad de evitar accidentes.
Junto a lo anterior están los temas de contaminación y competitividad. Es absurdo que Reficar haya hecho inversiones para producir gasolina diésel de menos de 50 partes por millón, cuando las máquinas que queman ese carburante no pasarían en cualquier sociedad medianamente civilizada una buena revisión técnico-mecánica.
Pero más allá de mirar hacia atrás, el reto de la administración Duque es construir el modelo que viene. En tal sentido, Fenalco está en lo correcto cuando afirma que es inaplazable generar un programa concentrado en esos 65.000 vehículos de carga identificados, con más de 20 años obsolescencia. Una opción es su adquisición por parte del Estado, al precio establecido en la tabla de la base gravable para el pago del impuesto de rodamiento. Incluso podrían diseñarse fondos con dineros de créditos a largo plazo con cargo a los ahorros que se tendrían al utilizar más eficiente uso de los combustibles actuales en equipos con tecnologías Euro IV o más avanzada.
A cambio, lo sensato sería quitar los obstáculos que impiden la llegada adecuada de maquinaria de última generación. En un país en el cual el desarrollo de la infraestructura mejora, lo lógico es que los camiones que rueden por las nuevas carreteras no sean los mismos de siempre.
Que el cambio de escenario generará quejas y protestas, no hay duda. Por eso, no hay que esperar hasta el último momento para que el término chatarrización desaparezca del léxico colombiano y se puedan hacer las socializaciones del caso.
Ricardo Ávila Pinto
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@ravilapinto