No fueron pocas las reacciones que se suscitaron en el país, después de que ayer el contralor saliente, Edgardo Maya, solicitó suspender la aplicación del fracturamiento hidráulico –más conocido como fracking– en la explotación de hidrocarburos. Para el funcionario, la mezcla de debilidad institucional, insuficiente información y riesgos ambientales justifica que se establezca una moratoria en el uso de técnicas no convencionales, hasta que se subsanen los vacíos señalados.
La petición suena razonable hasta que se tiene en cuenta que está sustentada en una premisa equivocada: no hay ningún proyecto en marcha que utilice el método que se quiere proscribir o posponer indefinidamente. De hecho, el tema lleva diez años en el congelador, más allá de que se vuelva a discutir su conveniencia.
Lamentablemente, el debate sigue dándose sin la profundidad que amerita. Que la cabeza del control fiscal parta de supuestos erróneos ilustra lo difícil que es adelantar una discusión en la que primen las razones y no las emociones. Es verdad que la opinión mira con desconfianza al sector extractivo y cuestiona su utilidad, pero promover determinaciones que sean populares no puede estar por encima del rigor de entidades obligadas a hacer la tarea.
Debido a ello, sería ideal que comience un proceso formal de análisis con respecto al fracking. Este debe salir de un examen juicioso del potencial que existe en Colombia, para lo cual habría que adelantar más actividades exploratorias. Lo que se conoce es que existen dos formaciones importantes en el subsuelo –La Luna y Tablazo– con un potencial que se mide en miles de millones de barriles de petróleo y una buena cantidad de gas natural.
Tener una idea más precisa de la riqueza que hay en áreas como el Magdalena Medio les permitiría a la ciudadanía y a los gobernantes evaluar el darle luz verde o no a una tecnología que se usa de manera intensiva en Estados Unidos y Canadá, pero que no está permitida en la mayoría de Europa. Tal como sucede en estos casos, lo que procede es entender los peligros, definir si estos se pueden mitigar a un mínimo y compararlos con los beneficios que traería un aumento en la producción de hidrocarburos.
Hasta ahora son más las voces que hablan de escenarios apocalípticos. Según la visión más aceptada, el uso de agua a presión mezclada con arena y químicos, que tiene como propósito crear fisuras en las lutitas dentro de las que se encuentran atrapadas depósitos de combustible, contamina los acuíferos y es la causa de un aumento en la sismicidad. En contraposición, la evidencia muestra que las explotaciones son mucho más profundas que los ríos subterráneos y que hay formas de evitar filtraciones, aparte de que no existen bases reales sobre supuestos terremotos.
Al mismo tiempo, vale la pena tener en cuenta los costos en que incurriría la economía colombiana en caso de cerrarle la puerta al desarrollo de los yacimientos no convencionales. Si se aceptan los prospectos identificados como factibles, se estaría sacrificando una producción que podría llegar a superar los 400.000 barriles diarios, bajo el nivel de precios actual. Las pérdidas no solo se medirían en exportaciones sustancialmente más bajas, sino en menores impuestos, regalías y empleos.
Sumado a lo anterior está la pérdida de la autosuficiencia petrolera, algo que ocurriría en la segunda mitad de la próxima década, a menos que suceda un hallazgo inesperado. Si ello pasa, sería necesario importar crudo para cargar las refinerías de Ecopetrol, pues a pesar de las promesas de las energías renovables, el consumo de gasolina y otros derivados seguirá por mucho tiempo.
Así las cosas, la reflexión merece ser juiciosa. Ojalá que el rigor que ha faltado hasta ahora esté presente en la etapa que viene.
Ricardo Ávila Pinto
ricavi@portafolio.co
@ravilapinto