Es una verdad de a puño afirmar que la corrupción se ha encaramado a la parte alta de la lista de preocupaciones de los habitantes de América Latina. Las revelaciones sobre los sobornos de Odebrecht son el más reciente episodio de una ola de escándalos que sacude hasta los cimientos a las instituciones de la región, algo que sucede con mayor intensidad de unos años para acá.
Los ejemplos de movimientos telúricos en el campo político y judicial, abundan. En Guatemala fue destituido un presidente, en Brasil se cuentan por decenas los funcionarios detenidos por cuenta de los abusos ocurridos en Petrobras, en Chile la propia mandataria Michelle Bachelet nunca pudo recuperarse de las acusaciones que comprometieron a integrantes de su familia. Ahora, comienza la etapa de investigaciones, juicios y veredictos en contra de quienes recibieron dinero de la constructora brasileña en al menos una docena de naciones.
Colombia se ve mejor que sus
pares en lo que atañe a la victimización, pero hay una clara tendencia hacia el deterioro.
Las noticias conocidas llenan de pesimismo al latinoamericano promedio, cuya desconfianza por los funcionarios en todos los ámbitos del poder público está disparada.
Perder la esperanza sobre el futuro es fácil, pues la impresión, como dice el tango Cambalache, es que “los inmorales nos han igualado”.
Sin embargo, hay quienes piensan que las cosas se encuentran menos mal de lo que parece. Ese es uno de los mensajes de un informe dado a conocer el viernes pasado por el Diálogo Interamericano en Washington, cuyo título es ‘Más allá de los escándalos’, y que tiene como autores a Kevin Casas Zamora y a Miguel Carter, dos expertos sobre la venalidad.
Los académicos en cuestión afirman que la evidencia no lleva a la conclusión de que la corrupción sea mayor que antes, sino que la tolerancia de la población hacia el delito es menor. Los esfuerzos en favor de la transparencia, las redes sociales, el crecimiento de la clase media, la desigualdad en la distribución del ingreso y el frenazo económico reciente, explican el cambio de actitud de la población.
Bajo ese punto de vista, lo que está sucediendo es muy positivo. Son cada vez más los ejemplos que muestran que la justicia está operando y que los culpables de recibir ‘coimas’ acaban con sus huesos en la cárcel. La paradoja es que la visibilidad de los procesos judiciales lleva a que el público crea que el mal está empeorando, cuando en verdad está empezando a curarse, aunque faltan muchos años de esfuerzos para dar de alta al paciente.
Parte de los méritos del trabajo mencionado es que recopila los datos, tanto de percepción como de victimización, sobre este flagelo. En lo que atañe a Colombia, salta a la vista que la impresión sobre el estado de cosas es mucho peor que la realidad. Ante la pregunta sobre la exigencia del pago de sobornos en diferentes ámbitos de la administración pública, estamos por debajo del promedio regional.
No obstante, el campanazo de alerta es que las cifras muestran un deterioro solo comparable al de Venezuela, así nuestros problemas no sean de la misma magnitud. En concreto, ha subido el porcentaje de petición de plata por parte de los funcionarios del orden nacional, la Policía, la justicia o los gobiernos municipales, cuya cifra es la peor de todas.
Como si lo anterior fuera poco, hemos dado un paso atrás en la transparencia de las decisiones gubernamentales y de asignación de los presupuestos, de acuerdo con un par de clasificaciones internacionales. Sin desconocer las legislaciones aprobadas, el mensaje es que nos falta mucho por hacer.
Por tal razón, hay que reaccionar. La semana pasada, Juan Manuel Santos anunció que su administración se encuentra en el proceso de expedir normas y presentar propuestas para llevar al Congreso. El problema es que en medio de la polarización política y el desprestigio del Gobierno, el alcance de ese programa puede llegar a ser limitado, a menos que diferentes colectividades –incluyendo a la oposición– lo respalden.
Ricardo Ávila Pinto
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@ravilapinto