Hasta hace poco, quienes describían la realidad de la economía mundial hablaban de una autopista de tres carriles. En el primero –el de andar rápido– se encontraban las economías emergentes, alentadas por el vigor de China y su aparentemente inagotable apetito por materias primas. En el segundo, el ritmo era mucho más lento, tal como lo demostraba el paso impuesto por Estados Unidos. A su vez, en el tercero, la parálisis se podía describir como total, por cuenta de la recesión en la Unión Europea.
Ahora, los mismos tres carriles existen, pero la velocidad promedio ha disminuido, debido a una notoria ralentización en las naciones en desarrollo. Es cierto que en los demás casos hay una pequeña aceleración, pero tan insuficiente que todos caminan más despacio.
Palabras más, palabras menos, así podría resumirse lo dicho ayer por el Fondo Monetario Internacional al dar a conocer la más reciente edición de sus proyecciones globales. Por novena vez en las pasadas diez ocasiones, el organismo, con sede en Washington, recortó sus pronósticos. En la presente edición, la apuesta es que el Producto Interno Bruto del planeta crecerá 2,9 por ciento este año, tres décimas menos de lo que se preveía en julio.
Es verdad que ahora los escenarios apocalípticos se ven más lejanos, suponiendo que en el Congreso estadounidense prime la sensatez, y demócratas y republicanos logren superar el impasse que ha afectado el accionar del Gobierno. Pero, aparte de ese imponderable, las señales disponibles muestran una reacción del empleo y el consumo, alentado, en parte, por la reactivación de sectores como el de la vivienda en Norteamérica.
A su vez, el Viejo Continente empieza a ver la luz al final del túnel, si bien tiene una larguísima recuperación por delante. Aun así, ya poco se habla del fin del euro como moneda comunitaria o de la eventual quiebra de países como Grecia o Portugal.
No obstante, al tiempo que una debacle se ve más lejana, también soplan los vientos en contra. El más importante es un alza en las tasas de interés, que se ha notado en todas las latitudes y eventualmente vendrá acompañada de una menor liquidez internacional. La razón no es otra que la determinación del Banco de la Reserva Federal de Estados Unidos de acabar de forma gradual con su política de inyectarle dinero al sistema financiero. La fecha todavía no está definida, pero en algún momento de los próximos meses la llave empezará a cerrarse.
Cuando la realidad cambie, las principales afectadas serán las economías emergentes. Puesto en términos prácticos, los proyectos que se financiaron con créditos baratos se volverán menos rentables, ante lo cual el entusiasmo de los inversionistas disminuirá. Lo anterior no quiere decir que la crisis reemplazará al auge reciente, pero sí que las condiciones externas favorables dejarán de serlo y la suerte de cada nación dependerá de su capacidad de hacer bien las tareas que tiene pendiente.
Adicionalmente, todo apunta a que la bonanza en los precios de los productos básicos como cobre, café o carbón será cosa del pasado. El fin de la fiesta golpeará a las regiones productoras, incluyendo a América Latina. Esa no es una buena noticia, sobre todo cuando se tiene en cuenta que esta parte del mundo registrará un alza en su PIB de apenas el 2,7 por ciento este año, sobre todo por cuenta del lastre del pobre registro de Brasil y México.
En medio de este panorama, Colombia debería estar pendiente del nuevo escenario. Aparte de que el FMI habla de un crecimiento del 3,7 por ciento, inferior al pronosticado en el primer semestre, el país necesita tener claro que el oleaje golpeará de forma diferente. En tal sentido, el escenario cambiario y de acceso a endeudamiento puede variar, sobre todo para el sector privado. Y si no se toman precauciones, existe el riesgo de que las consecuencias sean indeseables.
Ricardo Ávila Pinto
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