Los fanáticos de la apertura delirante que han intervenido en nuestro manejo económico durante las últimas dos décadas, han sido ferozmente vociferantes en su rechazo a los subsidios al agro. Para ellos, dichas ayudas favorecen indebidamente a los productores y son mortales pecados ante el supremo ídolo de la globalización. Ese, claramente, no es el criterio que impera en los países desarrollados.
Según la Ocde, en el 2014 los subsidios y apoyos agrícolas en los países que hacen parte de este Organismo, así como China, Rusia, Indonesia y Brasil, responsables por el 80 por ciento de la producción agrícola mundial, superaron los US$580 mil millones. Entre nuestros ‘socios comerciales’, en ese año la Unión Europea destinó US$ 107 mil millones a subsidios agrícolas; Estados Unidos, 41 mil; Brasil, 8.817; México, 8.400; Suiza, 6.740; Canadá, 4.617, y Noruega, 3.920.
Nuestro nuevo ‘socio’, Corea del Sur, al que supuestamente invadiremos con nuestros productos agrícolas, otorgó subsidios agrícolas por US$ 22 mil millones en el 2014, y Turquía, con quien estamos ‘conversando’, entregó 15 mil.
Japón, nuestro siguiente TLC, otorgó US$44 mil millones en subsidios, mientras que China, otro de nuestros próximos objetivos, subsidió su agro en el 2014 con US$ 293 mil millones. Para poner estos subsidios en perspectiva, basta anotar que el presupuesto total de Colombia para funcionamiento e inversión de las entidades del sector agrícola en el 2016, es apenas de unos cientos de millones de dólares.
Esos países no apoyan tan decididamente su agro porque los gobiernen almas caritativas, dedicadas a ayudar a unos pobres campesinitos, o a enriquecer empresarios. Lo hacen porque consideran que un agro fuerte es de su más serio interés nacional. Las razones son muchas: además de ser el medio para ejercer la soberanía territorial, es con un agro fuerte como las naciones garantizan su seguridad alimentaria, y ninguno quiere ver a su población peleando por mendrugos, como en Venezuela. Un agro fuerte es gran generador de empleo de mujeres, de empleo no educado y de empleo descentralizado, objetivos todos ellos de primer orden para cualquier país. Y, para no alargar mucho la lista, el agro es fundamental en la preservación del medioambiente y de los patrones culturales. Por eso, el milagro agrícola peruano, tan justamente admirado, se ha basado en un fuerte apoyo estatal en infraestructura y subsidios, que es incluso de rango constitucional.
Al abrir las fronteras a productos que en sus países de origen reciben fuertes apoyos de sus Estados y sus consumidores, como lo hemos hecho, se han creado condiciones desiguales para los productores colombianos En ese escenario, la opción es clara: o se apoya al campo como lo hacen los demás, o se aplica alguna figura de protección frente a la competencia desleal de los productos agrícolas subsidiados. Esto, por supuesto, si –contrariando las obsoletas teorías de algunos académicos y burócratas que nunca han producido algo, salvo desempleo y confusión– nos interesa tener una política agraria que promueva el empleo, el ingreso y el desarrollo rural, que sirva de freno a la pobreza y la inequidad, y que nos permita consolidar una visión soberana sobre un sector que puede jugar un papel muy importante en la economía, desde el punto de vista social y productivo, como la que promueven los países más avanzados del mundo y las economías emergentes más significativas.
Emilio Sardi
Empresario