Sarare, región fronteriza y estratégica de Colombia, configurada por el sur del departamento de Norte de Santander, el nororiente de Boyacá y el piedemonte del departamento de Arauca, ha permanecido aislada de las dinámicas políticas, económicas y sociales del país y ha sido altamente influenciada por grupos armados al margen de la ley, en especial por el Eln. Esta guerrilla cumplió un papel relevante en el proceso de colonización de la región y ha ejercido su influjo sobre sus comunidades indígenas.
Desprovisto de la protección y servicios del Estado, este territorio ha constituido un enclave de poder y un escenario de disputas por el control territorial entre las guerrillas, que han mantenido sus estructuras de dominación con base en la intimidación sistemática de la población.
El temor generalizado y el uso de la violencia selectiva han sido las armas de las guerrillas para obtener, disputar y mantener el control político y social, y en consecuencia para coartar y condicionar el ejercicio de los derechos humanos y las libertades públicas, entre ellas las de circulación, asociación, opinión o elección de autoridades.
Durante la transición al posconflicto el país tiene ante esta región importantes desafíos:
El primero de ellos es lograr una negociación que ponga fin al conflicto armado con el Eln o, en su defecto, ejercer una acción efectiva del Estado para doblegar a esa guerrilla, en especial al frente Domingo Laín que opera en este territorio.
Esa facción ha logrado acumular privilegios políticos, económicos y sociales que le dan el carácter de élite, lo que, unido al poder precario del denominado Comando Central sobre las filas, motiva su resistencia a la negociación con el Gobierno Nacional para poner fin al conflicto.
Este es el grupo más contumaz a la solución del conflicto y el principal saboteador interno de la voluntad que pueda llegar a tener la cúpula del Eln en una negociación, con el agravante de contar con una cómoda retaguardia en Venezuela.
Con o sin acuerdos, en Sarare se requiere conquistar la confianza y adhesión de la población a las instituciones. No es el territorio, sino la población lo que está en juego. Se necesita neutralizar la capacidad de obstrucción y de captura de la representación de las bases de la sociedad local que aún ejercen las estructuras ilegales. Tanto las autoridades públicas como gran parte de los cuerpos intermedios de la región han sido cooptados, controlados o coaccionados por los insurgentes.
Desde esa perspectiva es prioritario que los atributos soberanos del Estado sean ejercidos por las instituciones y no por sus usurpadores. Es crítico fortalecer la acción del aparato de administración de justicia, desterrar la corrupción de las administraciones territoriales, así como consolidar un servicio de seguridad ciudadana que concentre su atención en la protección de los derechos ciudadanos.
La presencia militar es necesaria para la custodia de la frontera, la protección de la infraestructura y el enfrentamiento con las estructuras de combate de los grupos armados, pero a todas luces insuficiente para responder a la hostilidad soterrada y silenciosa que se ejerce contra los pobladores, a través de prácticas más propias de mafias que de ejércitos.
La mera respuesta militar al conflicto en este territorio, sin una acción permanente del conjunto del Estado, agudiza la distancia entre los ciudadanos y las instituciones. Por pura supervivencia, los habitantes rehúsan adherirse a una institucionalidad siempre volátil en su presencia y que al retirarse del territorio los deja a merced de los poderes realmente establecidos.
Remover la interferencia de los ilegales en la política y en la sociedad del Sarare supone crear las condiciones para que las decisiones sobre la gobernabilidad y el desarrollo se deriven de la activa y genuina participación de las comunidades. Esto implicará crear los espacios y asegurar las garantías para la participación comunitaria en una atmósfera libre de coacciones. El punto de partida en la construcción de esa nueva dinámica de gobernabilidad es ir a la base social, eliminando la estigmatización hacia sus pobladores.
El conflicto armado en el Sarare no tiene origen en la falta de recursos, sino más bien en un exceso de recursos -los petroleros- que, ante la fragilidad y permeabilidad del aparato institucional, permitió que prosperaran los apetitos de los ilegales.
La efectividad de cualquier política, programa o proyecto de desarrollo depende de la transparencia y legitimación social con que se adopten las decisiones de inversión. Mientras la democracia de la región permanezca bloqueada por élites armadas no será buena idea delegar mayores atribuciones y recursos en los poderes del territorio.
El caldo de cultivo para la acción de los violentos, para la captura del Estado y para la usurpación y despilfarro de los recursos, es el aislamiento político, social y físico de esta región.
Abandonada por décadas a su suerte, Sarare no ha tenido la capacidad inmaterial necesaria para transformar su renta petrolera en desarrollo económico y social sostenible. Construir las bases de una paz estable y duradera en esta esquina del país comienza por reconocer esa realidad, para, a partir de ella, ejecutar una agenda de responsabilidad compartida entre el nivel nacional y los niveles territoriales de Gobierno.
Para arrancar por lo obvio y evidente, esa alianza tendría que ocuparse de reducir los altos niveles de pobreza, alcanzar la seguridad alimentaria y resolver las precarias condiciones de la infraestructura.
El Sarare necesita construir una nueva economía, que dinamice su vocación agropecuaria y la integre a nuevos mercados. El fin del conflicto armado en este territorio crearía la condición básica para que eso sea posible: desterrar el miedo, del que surgió la desintegración de su tejido social, la parálisis de sus emprendimientos y su soledad frente al resto del país.
Ernesto Borda Medina
Director Ejecutivo de Trust.
Coyuntura
Desafíos regionales del posconflicto: Sarare
Se requiere reducir los altos niveles de pobreza, alcanzar la seguridad alimentaria y resolver las precarias condiciones de la infraestructura.
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Ernesto Borda Medina
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