Combatir la pobreza es condición necesaria, pero no suficiente, para el progreso de una sociedad. Hallazgos recientes de la psicología parecen confirmar lo que es intuitivo.
De un lado, las personas se acostumbran con relativa facilidad a cambios en sus condiciones de vida.
Del otro, su percepción subjetiva de bienestar se basa más en comparaciones con otros individuos que en criterios absolutos.
Esto explicaría el descontento social que vive Chile, país que ha alcanzado mejoras impresionantes en pobreza y cobertura de servicios, pero no ha logrado reducir brechas de ingresos ni de calidad en la educación.
No obstante sus notorios avances sociales, Colombia presenta un rezago considerable en dos variables clave para construir bienestar colectivo: desigualdad del ingreso y empleo formal. Estas están entrelazadas, pues la primera afecta la empleabilidad de millones y el segundo es antídoto contra la inequidad. En un entorno de globalización, donde los ingresos de inversionistas, gerentes y profesionales convergen con los de los países ricos, no así los de los empleados menos calificados, hay que hacer apuestas más ambiciosas en estos frentes.
De lo contrario, no se pueden descartar escenarios como el cubano o el venezolano, en los que la igualdad se persigue a sombrerazos, nivelando por lo bajo, y aplastando los agentes productivos y creativos.
El Gobierno y su histórica coalición parlamentaria tienen una oportunidad de oro en la anunciada reforma tributaria estructural. Por primera vez en décadas, el país puede acometer una reforma enfocada no en cerrar un hueco presupuestal, sino en la creación sostenible de prosperidad colectiva. Mucho se ha hablado de una reforma ‘procrecimiento’ o ‘pronegocios’, pero es vital que al mismo tiempo tenga un fuerte sesgo ‘pro-empleo’ y ‘proequidad’.
Algunas medidas a considerar: 1) bajar impuestos a la nómina para salarios bajos. Reducir la brecha entre lo que paga la empresa y lo que recibe el trabajador estimulará la contratación y formalización sin afectar los ingresos de las familias; 2) imponer tributos a los dividendos y ganancias de capital como los hay en EE. UU. y Europa.
Las empresas formales en Colombia pagan bastantes impuestos. Sus dueños, grandes beneficiarios de la globalización, no; 3) reducir las deducciones para empleados y profesionales independientes con ingresos altos, quienes pagamos relativamente poco; 4) actualizar el catastro e imponer, como ha sugerido el presidente Santos, tributos a las tierras ociosas, agregando uno a la ganadería extensiva; 5) bajar el impuesto de renta a empresas de los sectores transables no –extractivos– grandes generadoras de empleo afectadas por el colapso venezolano y la revaluación, compensando con mayores impuestos o regalías al sector minero-energético, esto no va a ahuyentar a compañías de este rubro; 6) invertir mucho más en calidad de educación e infraestructura.
El presidente Santos ha dicho que quisiera ser visto como un “traidor a su clase”, en alusión al título de una biografía del presidente norteamericano y gran reformista Franklin D. Roosevelt (FDR).
Si logra una reforma estructural que impulse verdaderamente el empleo y la equidad, se podrá más bien decir de él, como se ha dicho de FDR, que al menos en Colombia contribuyó a “salvar al capitalismo de sí mismo”.