Calificar la educación o cualquier cosa como buena es relativo. Qué es buena educación se responde dependiendo de dónde está y qué cree quien responde. El dónde se refiere a su contexto geográfico, social y político y las creencias tanto religiosas como filosóficas. Sin embargo, creo que nos podemos poner de acuerdo en cuáles son algunas características mínimas que debe tener la buena educación hoy en día.
Un aspecto interesante de las investigaciones recientes en educación es que acompañando las nuevas competencias o énfasis, vienen ecos de formas que se habían mandado a recoger, pero que hoy vuelven a estar en boga. La disciplina, el trabajo duro y la exigencia son asuntos que los investigadores mencionan como fundamentos de una buena formación en el siglo XXI. Este retorno a lo fundamental no viene sin antes mencionar los avances en el desarrollo de competencias emocionales de los estudiantes. No se trata de una versión 2.0 de la escuela Lancasteriana o de la ‘letra con sangre entra’.
Es simplemente el reconocimiento de que las buenas formas, modales, estructura, rigor y trabajo duro hacen que nuestros niños estén expuestos desde temprana edad a la realidad de la vida, los prepara para un mundo competitivo, pero, además, los educa en la amabilidad y decencia que tanto necesitamos.
De la educación recia e intransigente de comienzos del siglo pasamos a la del estudiante déspota de fines de siglo XX. Hoy, vamos llegando a un punto intermedio en el que se reconoce la importancia de guiar el proceso por parte de los padres y la escuela (institución y personas), se establecen mínimos de disciplina y normas de conducta, pero igualmente se reconoce la importancia de formar en amor, respeto y tolerancia.
En las muchas conversaciones con padres de familia encuentro dos cosas en común. Primero, todos reconocen la importancia de estar bien preparados y por ello aprecian una ‘buena educación’. Segundo, el mayor motivador para tomar decisiones respecto a sus hijos es el amor que les tienen, combinado con un deseo de que sean lo más felices posible.
El problema es que algunos padres ven una falsa dicotomía entre la exigencia y la felicidad. Creen que ser felices es estar enfrentados al mínimo esfuerzo. Lamentablemente, mi experiencia me ha demostrado que lo que le ahorran a sus pequeños durante las primeras etapas, la vida se los cobra más temprano que tarde.
Es función de la escuela encontrar el balance y ayudar a los padres a ver y entender la importancia de estos aspectos en la formación de sus hijos. Debemos, como educadores, asegurar ambientes sanos, pero exigentes.
Para mí, una buena educación es la que le permita al individuo desarrollar su potencial y, por lo tanto, provea las herramientas necesarias para tal fin.
El mejor ejemplo de lo que esto implica es cómo un potencial deportista desarrolla su habilidad: dedicación de tiempo y esfuerzo. Es decir, que una buena educación es la que le permite a cada cual encontrar para qué es bueno y, consecuentemente, le exige el tiempo y la dedicación para que desarrolle ese potencial.
El balance con las otras competencias dependerá de esos valores o creencias que cada sociedad considera importantes. Aquí es cuando empieza la alquimia del sistema educativo.
Felipe Villar Stein
Director General Colegio San Mateo Apóstol