Corea del Sur, uno de los países más prósperos desde la segunda mitad del siglo XX, ostenta la mayor concentración de autómatas; no obstante, ahora se propone implementar el primer ‘impuesto robot’ del mundo. ¿Qué hay detrás de esta disonancia?
La respuesta está en el desempleo, pues, aunque sus tasas son bajas, contrastando el promedio de la Ocde, la densificación en sus plantas de trabajo industrial se ha alterado desde 2009, ocupando un robot multipropósito por cada 11 empleados en el 2015 (World Robotics 2016, International Federation of Robotics). Proyectando futuro, si en el pasado reciente el neoliberalismo erosionó la dignidad natural del trabajo, ¿la revolución artificial sustituirá al recurso humano?
Ignorar este escenario es crítico porque, si bien las máquinas nos liberaron de actividades ineficientes, apalancando aquellas que requerían fuerza ‘bruta’ y mecanizando algunas que imponen aburridas rutinas, la evolución tecnológica avanza hacia la plena autonomía, emulando e incluso superando facultades que nos distinguían de esos autómatas que creamos a nuestra imagen y semejanza.
Consecuencia de este desplazamiento, 11 por ciento de los jóvenes coreanos y 22 por ciento del total mundial está marginado económicamente, aunque haya recibido niveles superiores de educación (de calidad), ya sea por escasez de oportunidades o porque rechazan las inferiores condiciones laborales que les ofrecen (‘Global Inequality in a More Educated World’, World Bank 2017).
A mediano plazo, preocupa que el ritmo de sustitución de empleos termine adoptando la tecnológica Ley de Moore, de modo que se contraigan los periodos de vigencia de la población calificada, y sea inviable potenciarla o cambiar su especialización, pues el entrenamiento de un humano es más costoso que el de múltiples máquinas, comparando tiempo (esfuerzo y efectividad) y costos (economías de escala). Sin embargo, la reacción (o preparación) de los gobiernos ha sido vana, según lo demuestran el insulso informe estadounidense ‘Artificial Intelligence, Automation, and the Economy’, y la cínica preferencia en la Unión Europea de evitar el ‘impuesto robot’ para seguir ‘a-gravando’ el trabajo humano.
En conclusión, tal como sucedió con los antiguos factores de producción, la crisis de valores, sumada al ‘abuso de tecnología’, degeneraron círculos virtuosos como la relación productividad y horas pagadas/trabajadas. ¿Y si esta externalidad radicalizara su impacto en el mercado laboral, anulando las horas-hombre? El ‘abuso de capital’ originó la Gran Recesión, cuyas lecciones debemos aprender y extrapolar al ámbito tecnológico: los factores productivos deben dignificar al ser humano y no especular con el bienestar de la sociedad. Entonces, la educación y el trabajo no deben limitar nuestras competencias laborales a ‘saber hacer caso’, o ‘supervisar’ (en el mejor de los casos) a las máquinas.
Sin hacer énfasis en propósitos como la plena ocupación, o iniciativas de equidad como el denominado ‘salario universal’, el ‘impuesto robot’ de los coreanos parece reconocer que su milagro socioeconómico podría estar en riesgo ante el pecado tecnológico, que puede empujar la sociedad posindustrial hacia una poshumanidad.
El primer ‘impuesto robot’
Corea del Sur, uno de los países más prósperos desde la segunda mitad del siglo XX, ostenta la mayor concentración de autómatas.
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