No hay la menor duda de que uno de los lideratos indeseables que a nivel internacional detenta Bogotá, es el de la ocurrencia inusitada de accidentes simples, que sin llegar, afortunadamente, a ocasionar pérdida de vidas humanas –ni siquiera lesiones leves–, son tal vez la causa principal de los trancones que atormentan a todos los ciudadanos que en cualquier medio de transporte transitan por las maltrechas vías de la ciudad.
Personalmente he llegado a esta conclusión después de haber tenido la oportunidad, en el umbral de la tercera edad, de conocer y visitar diferentes ciudades pertenecientes también a diferentes países del mundo, no importa si clasificados o considerados estos últimos como desarrollados o emergentes.
Estadías en ciudades tales como Roma, La Habana, Buenos Aires, Montreal, Toronto, Guayaquil, Madrid y otras más, no me han brindado la posibilidad de presenciar un solo accidente automovilístico. Por el contrario, no es sino aterrizar en Bogotá para que en un abrir y cerrar de ojos se convierta uno en testigo y protagonista de uno de esos episodios. El lunes de la semana pasada, cuando regresaba en compañía de mi señora de una breve temporada turística en México, venía pensando que en semejante monstruo de ciudad y con un parque automotor de los más voluminosos a nivel mundial, tampoco había tenido la oportunidad de presenciar un choque simple entre dos o más vehículos.
Una vez aterrizados y desembarcados en Bogotá, bastaron pocos minutos para romper el encanto y volver a la cruda realidad. El conductor del taxi que tomamos nos informó que a la altura del centro comercial Gran Estación, giraría a la derecha para tomar la carrera 50 en dirección sur-norte. Al aproximarse a ese cruce, la fila de carros alineados en la misma dirección era aterradora, razón por la cual el conductor desistió de la idea y continuó hacia arriba por la mal llamada Avenida Rojas Pinilla. Al proseguir por esta, observamos que la causa del trancón era un roce casi que insignificante entre una buseta y un vehículo particular. De quién fuese la culpa y a cuánto ascendiese el monto de los daños materiales, era lo de menos. Lo descomunal e inevitable era la obstrucción de la vía por parte de los vehículos afectados que claramente se podían movilizar; sin embargo, la actitud egoísta e insolidaria de los dos conductores impedía poner fin al caos vehicular. La experiencia indica que en estos casos -extremadamente repetitivos en esta ciudad-, ambas partes consideran que la culpa es del otro y, por lo tanto, sin ninguna consideración taponan la vía respectiva, a la espera inútil de que llegue una autoridad competente (algo así como un representante de la Corte Interamericana de Derechos Humanos), la cual obviamente no puede hacerse presente como consecuencia de la magnitud del trancón por ellos mismos ocasionado.
Como dije anteriormente, esto es de todos los días en Bogotá, y en cambio nunca lo he observado o por lo menos en esas proporciones en otras latitudes. ¿Secuelas de nuestra idiosincrasia? ¿Falta de cultura o de educación? ¿Ineptitud para conducir? ¿Desprecio por los demás? ¿Inexistencia de un protocolo prediseñado para estas eventualidades?
Bienvenida la campaña en contra de los conductores en Estado de alicoramiento. Sin embargo, sería muy útil trabajar y buscar soluciones también en este otro conflictivo frente.
Gonzalo Palau Rivas
Profesor de la U. del Rosario gonzalo.palau@urosario.edu.co