Las cifras macroeconómicas del país muestran avances, lo que haría suponer que todo va muy bien, porque todo se mide en guarismos, hasta el grado de satisfacción de la gente, que supuestamente se percibe con los sentidos, no en las calculadoras. El mundo moderno vive obsesionado con los números; sin embargo, es inevitable preguntarse si estos son el reflejo del bienestar y especialmente del bienestar generalizado, o, por el contrario, las cifras gruesas aparentan un bienestar hipotético, alejado de la realidad de la mayoría de las personas.
El Secretario del Tesoro de Estados Unidos declaró recientemente, en defensa de un proyecto de ley, que “…la buena salud financiera de las grandes empresas contrasta con las dificultades que encuentran cada día los estadounidenses de clase media”. Este proyecto busca modificar el impuesto de renta, para aligerar las cargas de las clases medias y “…poner fin a ciertas exenciones fiscales que benefician únicamente a un pequeño grupo de estadounidenses, los más ricos”.
No se puede dar por descontado que si los indicadores macroeconómicos son positivos, todo el mundo debería estar feliz –quizá con excepción de los opositores, los inconformes y los aguafiestas–. Recordemos que el Banco Mundial ubica a Colombia como el segundo país más desigual de América Latina y el séptimo en el ámbito mundial, con niveles comparables a los de Haití y Angola. También señala que el sistema tributario tiene un papel redistributivo importante, que aquí no se está explotando. Las recientes reformas corrigieron algunos excesos y modularon los tributos de las rentas de trabajo, pero nuestro sistema tributario sigue estimulando la concentración del ingreso y el desarrollo social por goteo; aquel donde una gran mayoría de ciudadanos depende de lo que resbale de la cúspide de la pirámide.
Hablando de clase media, sigue siendo cierto que muchos de sus miembros ganan como pobres, pero deben aparentar vivir como ricos para conservar sus puestos. Y a ellos afectan en gran medida, además de los tributos, las escaladas de precios en esta vertiginosa euforia de la Colombia saudita. Muchos de los bienes y servicios –que no forman parte de la canasta familiar– alcanzan niveles de precios absurdos. La propiedad raíz, las medicinas, la ropa, los hoteles, las compras en los supermercados y los servicios financieros valen más en Bogotá o Cartagena que en Miami o Madrid, a pesar de que el salario mínimo español, aun en medio de la crisis, es dos veces y media superior al nuestro, para no hablar del americano. –Una muy conocida fiduciaria cobra hasta 40 por ciento de comisión sobre los rendimientos del fondo voluntario de pensiones–.
¿Por qué los precios en Colombia son desproporcionados? ¿Será que la fiebre del dinero fácil ha hecho metástasis en la mayoría de los negocios? Decía un ejecutivo chileno, quien ocupó la misma posición en su país y en Colombia, que la diferencia de hacer negocios en los dos países radica en que en Chile venden más, pero ganan menos. Le apuestan a la sostenibilidad de los negocios, no al enriquecimiento inmediato.
Horacio Ayala Vela