Difícil encontrar en la historia de Colombia una ocasión parecida a la actual, en la que todas las voluntades y fuerzas del país están alineadas en el anhelo firme de impulsar el desarrollo del campo a un ritmo que lo acerque a la dinámica con la que evolucionan los centros urbanos.
La coyuntura económica, social y política del país está propiciando una gran oportunidad para fortalecer la estrategia de desarrollo agropecuario y apuntalar con vigor los cambios estructurales del sector que se han sugerido insistentemente desde hace décadas, a partir múltiples y repetitivos diagnósticos.
Existe un firme consenso en que se debe superar la gigantesca brecha de los niveles de calidad de vida de las poblaciones rurales y urbanas, y que ello se consigue con políticas públicas enfocadas a corregir las falencias que han restringido el desarrollo social de los habitantes de las zonas rurales. Ese deseo generalizado se refleja en el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018, y en el numeral 1 del documento preparado en la Habana. En ambos escritos se plasma un enfoque territorial para promover el desarrollo social y económico en las zonas donde se genera la producción agropecuaria.
En tal sentido, el Gobierno ha enfatizado su política en aspectos críticos como la formalización y democratización de la propiedad de la tierra, dado los elevados índices de informalidad y concentración de la propiedad que presenta el país. Así mismo, en el texto de Cuba se plantea el compromiso de diseñar y poner en marcha 11 ambiciosos planes nacionales, especializados en temas como infraestructura, salud, educación, protección social, asistencia técnica e innovación, cooperativismo, alimentación y vivienda rural.
Se percibe que esta orientación pretende superar el gran rezago de una agricultura que, a pesar de múltiples esfuerzos y millonarios apoyos directos por parte los distintos Gobiernos, sigue siendo demasiado pequeña. Esto ocurre pese a la riqueza natural del país y la extraordinaria disponibilidad de tierras aptas para la agricultura, de las que solo se aprovecha una cuarta parte.
En esa dirección, estamos concentrados en la expectativa de un desarrollo rural a partir de un campo en paz, menos pobre, con amplia presencia del Estado proveyendo bienes públicos, y con un importante número de pequeños campesinos convertidos formalmente en propietarios de la tierra en que laboran.
Ese sueño idílico de progreso es difícil de lograr sin una alta dosis de pragmatismo que permita fortalecer sistémicamente los actuales proyectos productivos y crear un amplio número de nuevos emprendimientos que se destaquen por la innovación, productividad y pertinencia competitiva en los mercados.
La capacidad tecnológica, financiera y comercial de la inversión privada a gran escala puede facilitar significativamente la viabilidad de este tipo de proyectos, al margen de que su participación sea individual, o en esquemas asociativos. El hecho es que su presencia en la cadena facilita el logro de los niveles de competitividad y productividad que exige el crecimiento acelerado que impulsaría el desarrollo rural requerido.
Sin embargo, con ese importante eslabón de inversión, hasta el momento hemos sido medias tintas y nos anquilosamos en el debate de definir si cautivarlo con firme determinación y sin prejuicios; o no hacerlo, por considerarlo un riesgo para acentuar la concentración de tierras, monopolizar los procesos productivos y de mercado, exponer la seguridad alimentaria del país por eventual preferencia de los mercados externos a los nacionales y deteriorar el medioambiente.
Ese disenso nos está haciendo perder posibilidades que audazmente han aprovechado países como Brasil, Chile y Perú, los cuales no se estancaron en esos temores y encontraron fórmulas para mitigar o cubrir esos riesgos. La experiencia internacional ha demostrado que con voluntad política es posible establecer un marco normativo que regule la actuación de los inversionistas a gran escala, en condiciones justas, sensatas, sin afectar el atractivo de las inversiones, y que, además, proteja los sanos intereses de los miembros de las comunidades rurales relacionadas con los proyectos productivos.
De acuerdo con lo anterior, acoger y cautivar la inversión privada a gran escala significa básicamente brindarle condiciones de seguridad jurídica en la tenencia de la tierra. En esto se ha venido avanzando con la controvertida ley de Zonas de Interés de Desarrollo Rural y Económico y Social (Zidres), pero aún hay espacio para afianzar este aspecto.
También es determinante atraer a los inversionistas al campo por medio de beneficios tributarios y esquemas de riesgo compartido con el Gobierno, que permitan reducir la incertidumbre de generar rentabilidades acordes con los riesgos asumidos y los niveles de inversión realizados. Con las grandes expectativas de crecimiento, no nos podemos dar el lujo de vacilar si le damos o no a los inversionistas privados una acogida como verdaderos protagonistas en la tarea de impulsar el desarrollo rural.
Iván Darío Arroyave A.
Expresidente de la Bolsa Mercantil de Colombia.
Desarrollo rural y déficit de inversión privada
La coyuntura económica, social y política del país propicia una gran oportunidad para fortalecer la estrategia de desarrollo agropecuario.
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