harles Duhigg se convirtió en uno de los autores más admirados y comercializados en EE. UU. en el 2012. Su libro, El poder de los hábitos, adquirió rápidamente la admiración de un clásico de la literatura empresarial, gracias a la forma magistral en la que reflexiona sobre cómo las costumbres habituales de personas, empresas y sociedades se convierten en determinantes del destino.
La idea detrás de las tesis de Duhigg es sencilla. Los seres humanos tendemos a adquirir hábitos y costumbres que atentan contra nosotros mismos o que sencillamente conspiran contra nuestro progreso. La fórmula para enfrentarlos consiste en adquirir nuevos hábitos basados en una disciplina detonada por incentivos, que nos proyecta un estado de felicidad o recompensa.
Cuando se refiere a productos, Duhigg demuestra que el secreto de Pepsodent para posicionar y dominar el mercado de cremas dentales consistió en proyectar el lavado de los dientes como un hábito que no solo mejora la presencia física, sino que impacta positivamente en la salud.
En cuanto a gestión corporativa, el libro también resalta casos como los de Alcoa o Starbucks, en los que en la cultura empresarial se han afincado hábitos y rutinas, casi automáticas, que aseguran la calidad del servicio, la minimización de riesgos y la sistematización de lecciones. Estos comportamientos exigen un seguimiento riguroso para interiorizar funciones y estandarizar resultados.
Si bien el texto podría ser criticado por hacer un culto a la rutina, queda absolutamente claro que solo las sociedades, empresas e individuos que establecen de manera habitual principios, valores y conductas positivas están llamados a un mejor rendimiento. Quizás por esa razón valdría la pena preguntarse cómo las tesis de Duhigg podrían aplicarse a formar una clase política que erradique sus vicios.
Algunos dirán que plantear ese interrogante es ingenuo, pero ¿acaso los líderes empresariales y de la sociedad civil no han adquirido más influencia positiva en la comunidad, gracias a sus hábitos de liderazgo?
Las sociedades están llamadas a fomentar esos cambios de hábitos en sus dirigentes políticos, premiando con el voto a aquellos que genuinamente responden al bien general. En ese sentido, el político del siglo XXI debe crear una rutina de comportamiento basada en algunos aspectos: establecer un diálogo constante y genuino con la comunidad en el que sobresalga su capacidad de escuchar e interpretar la problemática de los ciudadanos. Aplicar la coherencia en el discurso y no amañarlo según la conveniencia de las circunstancias. Mantener la congruencia entre lo que se predica y la conducta individual. Formarse continuamente en los asuntos del Estado y luchar por la excelencia en el desempeño profesional.
Lograr una clase política con esos estándares mínimos es esencial. Para alcanzarlo, el político debe saber que en sus hábitos y no en sus maquinarias estará la recompensa: la confianza del electorado.
Iván Duque Márquez