Dada la enorme tolerancia nacional por la corrupción, algún gobernante había promulgado que, en efecto, los cargos públicos podían estar sujetos a la ley de la oferta y la demanda.
Si una persona alcanzaba a ocupar un empleo determinado, podía ingeniarse la manera de ofrecerlo en pública subasta al mejor postor del mercado, incluyendo los de sus subalternos. La subasta pública era una exigencia de la ley misma para garantizar el libre acceso democrático de todos, y hacer más transparentes las cesiones de los contratos.
No obstante, antes de hacer la subasta, el dueño del cargo debía probarles a los aspirantes que la producción económica del empleo en cuestión podía ser rentable, y que los beneficios derivados de su posesión eran un valor agregado que él mismo le había incorporado al oficio (v.g., el valor agregado de una impunidad debidamente concertada). No se podía subastar un empleo nuevo sin probar esas innovaciones de eficiencia corruptiva, dado que esta era la principal condición para elevar la puja monetaria durante el remate.
Como la idea no era nueva, poco a poco se encontraron formas de evadir la ley original y ampliar sus efectos con la mirada cómplice de los jueces, altos y bajos, que también habían incorporado el procedimiento en sus agendas. Este tipo de subastas públicas estuvieron de moda muchos años, y aun cuando el sistema de compraventa privada de cargos no estaba autorizado por las normas, el ejemplo se diseminó allí notablemente (con malos efectos) gracias a unos micos clandestinos plantados por unos congresistas renovadores.
Hubo momentos que amenazaron la práctica de la ley: un político avezado del Pacífico logró adquirir una posición dominante por el número de cargos que le habían dado en custodia en su región, y ese monopolio produjo un alza de precios bastante indecente para el mercado que dominaba.
Para mejorar la productividad de sus cargos, el hombre había hecho una alianza con sus copartidarios del partido unitario y juntos lograron pasar una nueva ley que introdujo más de doscientas excepciones de carácter venal. Con lo cual las cosas volvieron a la normalidad y el mercado evidenció considerables muestras de recuperación.
Finalmente, dado que era imposible desconocer la realidad de la corrupción como parte de la idiosincrasia nacional, algunos destacados juristas dieron con el acierto de que la ley debía regularse con el objeto de reducirla a sus justas proporciones, incorporando en ella los principios del debido proceso, igualdad, imparcialidad, buena fe, moralidad y publicidad consagrados en la Constitución Política que había sido aprobada por la mayoría de ciudadanos.
No crean que todo lo dicho es una entelequia: allí, entrando a mano derecha en el Museo de la Corrupción, en una vitrina está una copia original de aquella ley.