Tuve la fortuna de no caer presa de adicciones como el alcohol o las drogas. Sin embargo, hoy me doy cuenta de que sufro una dependencia que tal vez no genera cirrosis o locura, pero sí trae consigo altos índices de ansiedad si no encuentro como saciarla. Se trata de la adicción a la conectividad, sintomatizada con mayor frecuencia en el uso del Blackberry (por algo le dicen “crack berry”) y en la necesidad de andar con un portátil con wi-fi y, si es el caso, con módem adicional.
Me fui de vacaciones por 5 días y prometí no usar el Blackberry, aunque llevaba conmigo el portátil, involuntariamente bloquee su conexión a redes inalámbricas. Ya en inmigración empecé a jugar nerviosamente con mi teléfono, hasta que decidí dejarlo por lo menos en modo de teléfono para poder enviar y recibir mensajes de texto, que me permitieron relatar la consabida odisea de 75 minutos para recibir la estampilla en el pasaporte en el aeropuerto de Miami. De ahí en adelante todo fue cuesta abajo en mi mundo adictivo.
Un Blackberry sin conectividad es muy triste. Lo observaba siempre por si, milagrosamente, los mensajes de correo y el Messenger decidían llegar a mí. Duré horas buscando que un wi-fi funcionara en mi terco portátil. Sentía la ansiedad de quien cree que el mundo tiene que decirle algo ya mismo y de no poder recibirlo. No me había percatado del grado de mi adicción.
¿En qué momento me volví dependiente de un aparato o, mejor, de la conexión invisible que estos traen consigo al mundo laboral, el de las noticias, el de los amigos? ¿Por qué no era capaz de desconectarme y gozar unos días de libertad del ruido desesperante del Blackberry y de las obligaciones que impone siempre estar online?
La sensación de ansiedad, de no estar informada, no me abandonaba, por lo cual decidí cortar de raíz, como los alcohólicos. Duré una tarde. A la mañana siguiente desperté feliz, sin ansiedad, al pensar que mi Ipod Touch me permitiría ver mis correos, al menos. Caí de nuevo en el vicio, sin pensarlo. Tanto así, que al quedar levemente bizca de tratar de leer los mensajes decidí que necesitaba urgentemente un Ipad para estar conectada. Varios dólares menos llegué a abrir mi nuevo juguete o más bien mi nueva droga.
La falta de redes inalámbricas me salvó. Ni Ipad, ni portátil tenían cómo llevarme al mundo adictivo de modo que tuve que mantener el vicio a una sola mirada al correo al final del día en el Ipod. Poco a poco mi mente empezó a desconectarse, a no interesarse por el mundo virtual y a vivir en el momento. Fue agradable, una experiencia casi budista se podría decir.
Supe que al aterrizar en Bogotá prendería el Blackberry y observaría con cierta satisfacción (y algo de horror) el montón de correos entrando al aparato y que los leería de regreso a casa. Unos pocos días de descanso a mi adicción virtual no resolvieron el problema. No dejé de tener una fuerte relación con el Blackberry, el portátil y ahora el nuevo Ipad, pero esta abstinencia forzosa me dejó ver que tengo que imponer momentos offline de vez en cuando para poder desintoxicarme y ver que sin este vicio del siglo XXI no sólo se puede sobrevivir, sino que es de esa manera como realmente se puede vivir.