No se sabe de avances en las negociaciones que se adelantan en La Habana desde el fin de la pasada contienda presidencial. Pero sí hay noticias provenientes de los frentes militar y político. Ellos son la muerte de 11 soldados, en un ataque realizado por las Farc; y los cambios de la opinión pública que registran las recientes encuestas. Son eventos llamados a tener consecuencias importantes que vale la pena examinar.
A falta de información fiable, hay que especular sobre si ese atentado fue una traición imputable a quienes negocian en La Habana o si la responsabilidad corresponde a grupos disidentes de la subversión.
Lo primero no parece factible. La lesión de la confianza mínima que se requiere para mantener la negociación habría sufrido grave y, tal vez, irreversible deterioro, puesto que las Farc habían decretado hace meses una tregua unilateral que, según reconoce el propio Gobierno, había cumplido. De otro lado, la cúpula guerrillera tenía que haber supuesto las consecuencias inexorables de esa acción: el desplome de la popularidad del presidente Santos y, por ende, del proceso de paz, y la orden de reanudar los bombardeos aéreos, un arma mortífera que los alzados en armas no pueden contrarrestar.
Como, además, el Gobierno no se paró de la mesa, tal como lo había hecho cuando un general, por evidente imprudencia suya, cayó en poder de los subversivos, hay que suponer que asumió que la masacre de los soldados fue cometida por grupos que no van a comprometerse con un eventual acuerdo para la finalización del conflicto. Tomemos, pues, nota: probablemente no estamos negociando con las Farc, sino con parte de los titulares de esa franquicia.
Dado que el proceso de paz es la principal bandera del presidente Santos, lo que en la negociación o sus contornos suceda incide en el respaldo popular a su gobierno. El desplome reciente le resta capacidad de maniobra. Por ello, la visita del ministro Martínez al expresidente Uribe podría ser preludio de un entendimiento que permita lograr respaldo popular para un eventual acuerdo en la isla. En las condiciones actuales cualquier votación refrendataria estaría condenada al fracaso.
Aunque Uribe ha realizado también gestos conciliatorios, mantiene dos peticiones radicales. La concentración verificable de los alzados en armas en sitios demarcados del territorio nacional, y que los principales responsables del bando guerrillero “paguen cárcel”. Son huesos duros de roer.
Al margen de los enormes problemas de logística que esa concentración implica (quién verificaría la concentración y el cese total de actividades bélicas, quién proveería alimentos, albergue y salud a las tropas guerrilleras), realizarla los dejaría a merced del adversario: detrás del anillo protector de los combatientes concentrados estaría, cómo no, el Ejército Nacional. Por supuesto, la concentración es el paso previo y necesario de la desmovilización si hubiere acuerdo, pero mal puede concebirse como condición para continuar negociando.
La exigencia de cárcel para los principales responsables (las Farc pedirán lo mismo con relación a nuestros comandantes) goza de alta popularidad y sería el resultado lógico del sometimiento del adversario que ha perdido la contienda. Pero no lo es cuando se tramita un proceso de paz con el auspicio de la comunidad internacional.
El juego se complica. Además de la mesa habanera, ahora tenemos otra muy compleja en Bogotá.
Jorge H. Botero
Presidente de Fasecolda
jbotero@fasecolda.com