En 1989 se protocolizó, con la caída del muro de Berlín, el fin de la Guerra Fría. En ese mismo año, se dio sepultura al Pacto Mundial del Café, un mecanismo surgido en la Segunda Guerra Mundial, con el patrocinio de EE. UU., para proteger los ingresos de los países productores aliados suyos en la confrontación bélica. La conexión entre ambos episodios es plena. Al cesar la amenaza soviética ya no era necesario garantizar a estos países un determinado nivel de ingresos para el que todavía era su principal producto de exportación. El mensaje subyacente era claro: sin garantía alguna en cuanto a precio y cantidades, vayan al mercado internacional y gánense el espacio.
Los países productores de este continente entendieron el mensaje, igual lo hicieron otros, tales como Vietnam e Indonesia que, hasta entonces, no eran relevantes. Nosotros, por el contrario, mantuvimos una rigurosa intervención del mercado, en cabeza de la Federación Nacional de Cafeteros, un híbrido extraño que se comporta unas veces como Estado y otras como entidad privada.
El fracaso ha sido apoteósico. Lo demuestran los documentos preliminares preparados por la Misión Cafetera, convocada por el Gobierno Nacional. Nuestras exportaciones, que en el momento de arranque del mercado libre, representaban cerca del 20 por ciento del mercado mundial, han descendido a la mitad. La productividad del cultivo, a pesar de avances recientes, es inferior a la de casi todos los países con los que competimos. El resultado obvio es que en épocas de precios bajos, mientras otros actores del mercado pueden soportar el temporal sacrificando parte del margen, la caficultura colombiana entra en crisis.
Es lo que pasó hace poco como consecuencia de una caída coyuntural en los precios, agravada por la apreciación excesiva del peso que solo ahora comenzamos a superar. Para conjurarla, y presionado por los paros y bloqueos de vías, el Gobierno subsidió el precio interno en la escalofriante suma de 1,3 billones de pesos (parte de la factura se nos transfiere ahora vía la reforma tributaria en curso).
Como lo demuestra la evaluación expost del programa, la parte del león se la llevaron los productores de más alto ingreso. Para colmo, tan cuantiosa erogación no resolvió ninguno de los problemas estructurales que el cultivo afronta, tales como el minifundio, el cambio climático y el envejecimiento de los campesinos que viven del grano.
Entre las muchas reformas que es preciso adoptar, una resulta esencial: el establecimiento de una regla precisa para definir si el Gobierno es garante del ingreso de los productores de café, beneficio exhorbitante del que carecen –hay que recordarlo– los demás sectores de la economía.
Y si por razones sociales comprensibles, que tienen que ver con el elevado número de campesinos pobres que viven del grano, se decidiera que el resto de la sociedad debe aportar los recursos para garantizarles un cierto nivel de ingreso, sería menester la fijación de límites infranqueables y la adopción de medidas para que los subsidios los reciban únicamente los cultivadores pobres.
Las propuestas de la Misión implican una redefinición total del papel de la Federación de Cafeteros, que dejaría de ser regulador, policía y actor del mercado para concentrarse en la investigación y transferencia de tecnologías. Cabe esperar que esta vez sí se pondrán en marcha reformas que muchos hemos pedido.
Jorge H. Botero
Presidente de Fasecolda