¿Por qué nos inmiscuimos en este tema de exclusiva jurisdicción de un estrecho círculo de dirigentes conformado por gentes de gran valía y, también, por otras de discutible apostolado?
La respuesta es muy sencilla: la realización del Mundial Sub-20 nos ha hecho recordar cuando en compañía de dos juristas, Rafael Poveda Alfonso (q. e. p. d.) y Carlos Enrique Marin, fuimos invitados por dos líderes de postín, Alfonso Senior y León Londoño, con el fin de integrar el Tribunal de Honor de la Dimayor. Desde allí conocimos uno que otro intríngulis de la organización futbolera lo mismo que sabias lecciones de versados especialistas en la materia como Hernán Peláez, Mejía, Santos, Chalela, Vélez, Jaramillo, Londoño, Pérez.
El ambiente es propicio para repensar cambios conceptuales y de forma que partan de bases realistas, sin fariseísmo y, así, evitar la bancarrota futura de los equipos más débiles económicamente.
Un cambio de legislación que, sin dañinos propósitos, acepte que el fútbol fuera de ser el deporte mundial con más capacidad de convocatoria debe entenderse también como un negocio: claro está, dentro de un riguroso control ético, porque de lo contrario seguirá siendo lo que hoy es: un pingüe negocio de un puñado de ‘propietarios’ de jugadores que finalmente son vendidos para beneficio de sus respectivos clubes.
En teoría, nuestros equipos pueden ser corporaciones sin ánimo de lucro o sociedades anónimas.
El primer caso, que en hoy es casi la totalidad, ha conducido a la interpretación habilidosa de la normatividad vigente. Es decir, la cruel ironía de ver ¡clubes quebrados y propietarios boyantes!
¿Qué está ocurriendo? Nada menos que el recurso tinterillesco de ciertos dueños de los pases de los jugadores que al tiempo que revalorizan su precio, como si fuesen bienes raíces, se señalan cuantiosas ‘prestaciones de servicios’ destinadas a satisfacer, por debajo de la mesa, la intención nada misionera de repartirse las utilidades mientras los equipos, como tales, boquean de hambre.
Estamos en mora de poner en marcha un sistema adaptado a la realidad comercial y deportiva y, así, evitar los ardides de supuestos ‘personajes cívicos’, porque el fútbol es un deporte, pero también un negocio que mueve millones de dólares, donde habitan pocos San Francisco de Asís: para decirlo sin santurronería, una transnacional poderosísima donde sólo sobreviven los Gustavo Mascardi y, acaso, un puñado de verdaderos líderes como Pelé, pero también fanáticos confesos como Camus y Allende.
Por último, una frase feliz de Benedetti: “el fútbol es el único nivel de la vida ciudadana en que el bramido del jefe político o del ministro no tiene a mal hermanase con el alarido del paria social”, o, la de Andrés Holguín cuando sostiene que el fútbol es un arte lúdico.