Fernando Hinestrosa fue un pensador profundo y maestro de tiempo completo. Hoy, conviene, más que nunca, repasar las bases fundamentales de su formación jurídico-política.
Recordar, por ejemplo, aquel brillante estudio en el cual nos notificó que aprender es muy importante, tanto como aprender a olvidar. A través de su obra predicó siempre la urgencia de no temerle a la renovación permanente. En su opinión, el cambio es ineluctable, como también lo son sus condiciones. Sabía comparar el mundo de los siglos XI y XVII, como lo de los XX y XXI. Invitaba a familiarizarse con los estadios de la razón científica y a no eludir el futuro, pensando en el pasado.
A superar la proscripción de la ciencia tenida como encarnación del mal, creyendo haber dejado atrás el misterio del medioevo, la alquimia, la magia, la inclinación a preferir la definición teológica a la explicación científica.
A alcanzar la desacralización de la vida, para luego, dado el salto, lanzarse al frenesí de lo profano.
También a degustar la fantasía, el misterio y, a la vez, la frialdad y el rigor de la ciencia.
Agregaba, refiriéndose a un escepticismo de doble vía o de ambas direcciones, sobre los peligros de la destrucción de la especie y del planeta. Analizaba con sabiduría el desarrollo sostenible, los riesgos y los costos de los experimentos y de las invenciones.
Se detenía, con pasión, en la investigación y transformación de las bases biológicas de la naturaleza humana, mediante acciones genéticas: porque éstas ya no son predicciones sino realidades. Los dos logros más destacados del siglo XX fueron, para él, la descomposición del átomo y la revelación de la doble espiral del DNA. De la ciencia ficción, como anticipo, a la realidad, y de esta a la ciencia histórica.
“Cruzar la última frontera para llegar al proyecto de dominar a la naturaleza”, sin reparar en riesgo y consecuencias. Sobre el desarrollo económico, avance científico y tecnológico se preguntaba: ¿para qué?. Y se respondía: con el fin de que nuestros compatriotas tengan, un nivel de vida digno, lo cual implica madurez de las gentes, de modo que con información adecuada puedan tomar responsablemente las decisiones respecto de lo que les concierne: estándares de racionalidad y de moralidad. Ante lo inapelable, ahora nos enseña que la universidad es un foro de discusión, de encuentro y controversia entre las tradiciones opuestas con reconocimiento de la heterogeneidad y posibilidad del trato respetuoso, serio, responsable entre contendores condenados a coexistir.
De ahí la importancia del fervor optimista, de la mística del valor personal y colectivo, de tener fe en la perfectibilidad humana, en el progreso; de perseverar en una actitud positiva. Es decir, una utopía; el sueño de una ‘edad de oro’ de la humanidad, no pretérita, sino por venir. ¡Honor para siempre a su memoria!
Jorge Mario Eastman
Ex ministro delegatario y exembajador en EE. UU.
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