La tarascada con que Nicaragua se nos viene encima, periódicamente sigue repitiéndose con aburrido sonsonete ‘milonguero’, jugando a una especie de ‘mano a mano internacional.
El historial de sus maniobras contra Colombia, además de inamistosas, son de vieja data. Ejemplos: en 1890 un comisario nicaragüense ocupó de facto la isla de San Luis; en 1969 concedió licencia a la Western Caribean Petroleum para explorar y explotar hidrocarburos en el área de Quitasueño; en 1980 declaró inválido el Tratado Esguerra-Bárcenas; en 1999 elevó el arancel para nuestras exportaciones al 35 por ciento y, acto seguido, después de prohibir a nuestros buques pescar en sus aguas, tanto en el Pacífico como en el Caribe, pidió el retiro de nuestros agregados militar y naval en Managua.
Estamos ante un tema de tamaña magnitud que no puede ser guardado como si fuese materia exclusiva de la llamada ‘diplomacia secreta’, y que, muy por el contrario, requiere ser ventilado a la luz del día como ‘diplomacia pública’, que, por consiguiente, debe integrarse a nuestra agenda en primerísimo lugar, tanto a nivel político y parlamentario como académico y gubernamental.
Como lo expresara el ilustre tratadista Germán Cavalier, “Nicaragua es reo de un ilícito internacional que viola la convención de la Organización de las Naciones Unidas, la Convención de la Organización de Estados Americanos y la Convención sobre el Derecho de los Tratados”.
El despropósito ‘nico’ más parece una carta marcada que algunos de sus gobernantes han sacado y siguen sacando de sus mangas, tramposamente, para enardecer el nacionalismo y, de esta manera, desviar una opinión hoy desesperada, alegando el manoseado recurso del ‘enemigo exterior’.
Ya en 1980, cancilleres como Diego Uribe Vargas y Carlos Lemos debieron reaccionar contra tal actitud, calificándola de grave amenaza a la armonía entre los Estados, por cuanto la intangibilidad de los Tratados Territoriales es condición para que el orden jurídico internacional prevalezca.
Sería un disparate estratégico cerrarle las puertas al debate público y encerrarnos en la desprestigiada fórmula: ‘silencio, enfermo grave’. No hay que confundir diplomacia discreta con diplomacia secreta. Además, no hay que olvidar que estamos en el mundo de la Internet, traducido en la aldea mundial de McLuhan, donde parece que no caben los secretos –menos los internacionales–, tampoco la diplomacia del ‘micrófono’: no hay que olvidar que para Colombia su política marítima es política de Estado.
Adenda: el triunfo rotundo de nuestros ciclistas vuelve a comprobar que el deporte debe constituirse en esencia de toda política de Gobierno.
Jorge Mario Eastman V
Exministro delegatario