A pesar de que solo 5 por ciento de la población mundial es vegetariana o vegana, la presión sobre la producción de carne y sus derivados crece día a día. A principios de año, El Tiempo publicó un artículo en el que reportaba que grupos de académicos e inversionistas prevén que distintas carnes y productos lácteos terminarán siendo gravados con impuestos, de manera similar a lo que se hace con el tabaco, para disminuir su consumo.
La presión es real. El sector ganadero, según la FAO, es responsable por el 15 por ciento de los gases efecto invernadero, y sus formas de producción están asociadas a nivel global con la pérdida de bosques naturales y prácticas que afectan el medioambiente. También, desde las generaciones más jóvenes, grupos animalistas piden que se deje de consumir carne por razones de bienestar animal. Y para completar el panorama, se asocia el consumo de carne en exceso con problemas para la salud humana.
La presión aumentará en la medida en que el consumo se incremente y la industria ganadera no cambie sustancialmente su forma de producir. De acá al 2050, según la FAO, se prevé un crecimiento del consumo de carne en 73 por ciento, jalonado principalmente por una población que, de acuerdo a la mejora de sus ingresos, también logra incrementar su consumo de proteína animal.
Un impuesto al consumo sería un error enorme por su impacto regresivo; afectaría principalmente a los consumidores pobres y los podría privar de micronutrientes esenciales para la salud y el desarrollo cognitivo, que son relativamente más abundantes en los productos de origen animal que en vegetales. Y su impacto en disminuir el consumo en poblaciones ricas no sería significativo. La solución deberá venir desde la industria, y los consumidores determinarán qué productores aceptan y cuáles no.
Si la ganadería colombiana no cambia rápidamente, su futuro es incierto. Su productividad es baja, su modelo de producción extensivo y extractivo, sus prácticas en salud y bienestar animal deficientes. Además, se le asocia con la pérdida de bosques naturales y conflictos territoriales. Sin embargo, Colombia puede perfectamente ocupar un lugar privilegiado en la oferta global de ‘carne limpia’, competitiva y con una baja huella de carbono e impacto ambiental. Pero las brechas son enormes.
La genética es un despelote y muchos ganaderos aún prefieren competir entre sí, vendiendo ilusiones con toros y razas salvadoras no probadas, a compartir sus datos y aprovechar modernas herramientas genómicas para que la población mejore sus indicadores productivos. Las pasturas, en general, están degradadas, no soportan una buena carga animal y podrían renovarse con materiales modernos y manejarse balanceando mejor las dietas de los animales y disminuyendo las emisiones de metano.
El hato nacional tiene una alta prevalencia de enfermedades que afectan la productividad y bajan los índices reproductivos que pueden solucionarse con iniciativas público privadas. Una buena ganadería exige animales productivos, sanos, bien alimentados y manejados con altos estándares de bienestar animal. Hoy, se cuenta con las herramientas y el conocimiento para mejorarla. Faltan políticas más asertivas y modelos de gestión de conocimiento y extensionismo para lograr el cambio.
Colombia puede ofrecer un modelo ganadero sostenible de talla mundial. Un modelo agroforestal y pastoril que coexista con nuestra biodiversidad, genere desarrollo económico y social, ayude a alimentar a la humanidad y nos permita comer carne tranquilos.