Si se quiere establecer el origen del proceso de globalización, conviene trazar rápido una raya para no caer en el dilema del huevo o la gallina.
Hay quienes se remontan a la extinción de los neandertales, hace unos 40 mil años, cuando tras 200 mil de aparente coexistencia pacífica (o por lo menos de conveniente ignorancia mutua), neandertales y cromañones tuvieron algún desacuerdo, y una de dos: o los neandertales, a pesar de su cráneo ligeramente más grande (o precisamente por ello), no dieron la talla a la hora de blandir garrotes y hachas o simplemente la concupiscencia no hizo hervor entre las dos especies y la primera desapareció por sustracción de materia.
Sugiero otro periodo más breve para enmarcar dicho comienzo: los 200 años exactos que separan el planisferio de Mercator (1569) del tránsito de Venus el 3 de junio de 1769, fenómeno que dio pie a la primera colaboración científica internacional cuando, desde 70 lugares distintos alrededor del globo, más de 150 astrónomos observaron, de manera coordinada, el tránsito de la sombra de Venus por la cara del Sol y resolvieron para siempre el cálculo de la longitud, haciendo que navegar el planeta por agua (o por tierra) fuera tan fácil como un juego de tres en raya.
Renacimiento e Ilustración, he ahí las barandas de la cuna de lo que llamamos globalización. Para bien y para mal. Las nítidas cuadrículas cartográficas, virtuales, pero precisas, sirvieron tanto para conquistar y someter como para comerciar, liberar y explorar, actividades que quizá Quetzalcóatl, la proverbial serpiente náhuatl que devora su infinita cola, retrata bien. El destino, contrario a lo que se piensa, es menos el futuro que nos espera y más el pasado que ya fue: no aceptar lo anterior es llorar por la leche derramada.
Pienso en el gran novelista peruano, José María Arguedas: blanco y terrateniente; madrastra pérfida; amorosa crianza indígena. En 1968, cuando recibe el premio ‘Inca Garcilazo de la Vega’, lee un discurso que titula: ‘No soy un aculturado’. Un año después, sumido en una miedosa parálisis depresiva, amigos cercanos lo visitan y le preguntan qué hacer para sacarlo de ese letargo; Arguedas contesta: “impedir la Conquista”. Pocos días después se descerraja un tiro en la cabeza.
El ser humano es voraz, lenguaraz e itinerante. Y toda conquista es un proceso de ida y vuelta, lo mismo que toda exploración y comercio. Y siempre fue así: persas, mongoles, sioux, aztecas, incas y europeos. Por eso comemos liebre y cabro y jabalí y pizza en los Llanos del Yarí. Y tacos a domicilio en las series policiacas danesas.
Nuestros antepasados muiscas, adoradores de Mama Pacha, también fueron porfiados extractores auríferos y esmeraldíferos. La anestesia y la asepsia son un regalo para cualquier grupo humano.
Lo importante es no olvidar que, de lo que se trata es de que el mayor número de personas pueda, haciendo el menor daño posible, atender las tres pulsiones neurobiológicas que gobiernan la vida de todos los mamíferos: tirar, comer y dormir.
Columnista
¿Aculturación o sincretismo?
Renacimiento e Ilustración, he ahí las barandas de la cuna de lo que llamamos globalización.
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Juan Manuel Pombo
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