Hace poco, en una columna en estas páginas, el exrepresentante Miguel Gómez Martínez decía, entre otras cosas, que al campo colombiano no se le trataba con criterio mercantil, que mirábamos lo rural con los ojos románticos del siglo XIX y que mucha gente posaba de conocer la realidad del campesino, pero en realidad muy pocos “sabían de negocios en el campo”.
En primera instancia, no solo estuve de acuerdo, sino que recordé la respuesta invariable de mi padre a la pregunta de si le gustaban las fincas y que, de alguna manera, confirmaba la tesis de Gómez Martínez: “sí, me gustan, siempre y cuando sean de los amigos”.
Sin embargo, al cavilar sobre el asunto me pareció que no, mejor dicho, que en efecto en Colombia sí hubo sectores completamente equivocados respecto a la realidad de los campesinos, de manera muy especial la izquierda de todas las líneas (Moscú, Pequín o La Habana, cuyo más elaborado proyecto agrario se reducía a ‘desalambrar’), pero que, al mismo tiempo, también hubo siempre otro sector, casi igualmente nocivo, que sabía bien el muy buen negocio que podía ser la tierra, a saber, los terratenientes dedicados a la ganadería extensiva y aquellos grandes propietarios que se habían dedicado a las agroindustrias arrocera, algodonera y azucarera.
Estaba, como en el medio, el caso exitoso del minifundio cafetero productivo, pero el resto, el 70 por ciento de la población de aquella época, lo constituía una enorme cantidad de campesinos pobres, desnutridos, no escolarizados, desprovistos de todos los servicios y esencialmente inviables como unidades productivas exitosas. Entonces, el fiel de esa precaria balanza de contrastes se quebró y tuvieron lugar los dos primeros infaustos secuestros extorsivos de resonancia nacional, a saber: el de Harold Eder (del ingenio ‘La Manuelita’, vecino de ‘El Paraíso’, la muy decimonónica hacienda de María) y el de Oliverio Lara, azucarero y ganadero.
De eso hace 50 años. Y tras 50 años de ese largo desaguisado, administrado con las patas por instituciones como el felizmente desaparecido Inderena, tenemos que el cambio más evidente es que, hoy en día, el porcentaje de la población rural versus la urbana, casi se invirtió: 30 por ciento rural versus 70 por ciento urbana. Así, el número cada vez menor de campesinos aparceros y colonos esquilmados que quiera que quede en las tierras de frontera colombianas, está en medio de un peligroso ‘lejano oeste’, ahíto de raspachines desesperados, malandros de toda laya, abigeos, mineros de ocasión y contrabandistas de gasolina y coca, donde la esperanza de constituirse en granjeros solventes, integrados a un sistema educativo y de salud, parece más remota que nunca.
Dicho lo anterior, cuando leo las inteligentes columnas de Juan Lucas Restrepo, también en estas páginas, se me antoja que el país tiene con qué transformar los campesinos que aún quedan en futuros granjeros productivos, con una pizca de sentido común y mucho orden y concierto. Pero nada más esencial para siquiera soñar con un posconflicto viable, que (además de elegir alcalde en Bogotá) hacer el riguroso y urgente censo agrario tan cacareado.
Juan Manuel Pombo
Profesor y traductor
juamanpo@yahoo.com