¿El arte nos hace mejores seres humanos? Una buena manera de abordar esta pregunta sería reemplazando el término arte por la palabra ciencia: ¿la ciencia nos hace mejores seres humanos?
Y no se trata de un mero ejercicio retórico, mucho menos si se recuerda que el origen de los dos vocablos en español no solo fue simultáneo (siglo XII), sino que, para el Renacimiento en pleno, todavía las dos palabras eran casi sinónimos: ambas designaban una suma práctica de conocimiento y oficio, un conjunto de preceptos para hacer las cosas bien.
Recordemos que Da Vinci se presentó siempre ante las cortes burguesas de las ciudades italianas y las de los nobles de España y Francia (dicen que bocetó algo para la fortaleza de San Felipe en Cartagena de Indias) como ingeniero militar, no como pintor. Tampoco debemos olvidar que, de alguna manera, también Miguel Ángel fue antes arquitecto que pintor y escultor a secas.
¿Qué era Bernini si no ingeniero hidráulico? La preocupación por la física, la geometría y las matemáticas fue universal entre la intelligentsia de todo el periodo. La indagación por cómo recrear la perspectiva aérea, esa que azula las cadenas de montañas a medida que se alejan en la distancia y a la que tanto cacumen le metió de nuevo Da Vinci, entre otros, respondía a la misma curiosidad por conocer el mundo tangible que nos rodea, que alentó las observaciones estelares de Galileo con su prismático; la perfección realista de tantas esculturas y pinturas de la época hubiera sido imposible sin serios estudios anatómicos, con bisturí y en el anfiteatro.
Sin ir tan lejos, todavía a la vuelta del siglo XIX no había nadie más interesado en los milagros ópticos de la luz y la fotografía que los impresionistas. El arte y la ciencia responden pues a un mismo impulso de curiosidad, al mismo afán de conocernos por dentro y por fuera, por descifrar los intríngulis del universo físico y psíquico.
El así llamado torrente de conciencia, manifiesto en buena parte de la literatura del siglo XX, surge de la mano del psicoanálisis: es imposible pensar en el Ulises de Joyce, sin pensar en Freud. Pero ni el arte ni la ciencia nos hacen mejores seres humanos, solo mejor informados: ambas, simplemente, iluminan facetas del mundo, de lo que somos y de lo que queremos y podríamos llegar a ser: con fisión nuclear, calentamiento global y catedrales a bordo.
Hace unos años le pregunté a Ana Mercedes Hoyos (in memoriam) qué la había llevado a ese triple salto mortal en lo que va de la abstracción a la figura humana.
Contestó que no había sido salto ni triple ni mortal, sino el producto lógico de un proceso constructivo que tenía que llegar a la figura humana; agregó que el dibujo siempre estuvo en su pintura y que no tardó en aparecer, sino en salir del taller y la planoteca, lugar donde también desentrañó que cielo y piel constituían las verdaderas texturas de la vida.
Juan Manuel Pombo
Profesor y traductor
juamanpo@yahoo.com