Ahora que la polarización del país suscita tanto aspaviento, cabe recordar el tremendismo con el que Alfonso López Michelsen intentó escarmentar al electorado colombiano insuflando vida al fantasma del laureanismo con el doble propósito de exponer el ‘lobo bajo la piel’ del candidato conservador Belisario Betancur y mermar los arrestos de Luis Carlos Galán y su Nuevo Liberalismo. Corría el año 1982.
Portentoso anticlímax: voté por López y ganó Belisario, pero desde las primeras de cambio fue obvio, para tirios y troyanos, que con Betancur el país había elegido a un señor que, además de entender mejor el posible significado del vocablo ‘democracia’, era infinitamente más culto y menos provinciano que cualquiera de los liberales de trapo rojo que vociferaban con vibrato veintejuliero la ideología vacía de un partido que ya estaba tan muerto como Laureano, y el Partido Conservador, si vamos a ello.
De su parte, Augusto Ramírez Ocampo, designado por Belisario como alcalde de Bogotá, además de tomarse la molestia de colocar avisos excusando con fecha estimada las obras que realizaría el Distrito, pone en marcha la construcción de la Circunvalar e instaura para quedarse la ciclovía, la más alegre, sana, exitosa, económica y democrática de todas las iniciativas culturales y recreativas que jamás se hayan creado en todo el territorio patrio.
Pero Belisario, el último presidente colombiano que por unos meses pudo salir sin guardaespaldas a la calle, pronto zozobró en un maremágnum de violencia virulenta que casi arrasa con el país: narcotráfico pugnaz con agenda y nombres propios; guerrillas rurales y urbanas; paramilitares confederados; escuadrones militares y privados de la muerte; secuestro y extorsión a rajatabla (delincuencial y político) porque ya nada daba abasto y todo estaba permitido.
En la década de 1980, la sociedad colombiana peló el cobre, mostramos la hilacha. Defenestramos líderes y partidos. Peor aún: por sustracción de materia, deshabilitamos las ideologías. Ristras de politicastros, funcionarios y contratistas venales de toda laya las sustituyeron por retórica altitonante o silencio cómplice para beneficio de sus bolsillos y grave deterioro de las precarias instituciones con las que se buscaba darle curso a un país.
Pero, a pesar del prontuario, el país no se descuajeringó. Ahí sigue. Aquí estamos. A falta de partidos e ideologías, configurar barajas electorales, posibles manos ganadoras, es un ejercicio de discernimiento, da respiro para establecer prioridades: el erario es sagrado, no a la evasión fiscal generalizada, no al hurto callejero, no al microtráfico en zonas escolares, presencia de ejército y policía en la rebatiña por las rutas del narcotráfico, “atender las demandas sociales postergadas y las que desde ya genera el posconflicto”, como señalara Cecilia López Montaño en estas páginas.
El historiador británico Malcolm Deas hace poco dijo que las recriminaciones por los defectos del acuerdo de paz no tendrían mayor cuerda política y que en este país “la democracia y el Estado de derecho no son superficiales”. Ambas aseveraciones me alientan: si París alguna vez costó una misa, la pertinaz democracia colombiana bien vale todas las consultas que sean necesarias.