La ‘mala prensa’ ha sido el coco no solo de todos los gobiernos colombianos de los que tengo memoria, sino de todos los colombianos. Estamos prestos a vociferar nuestra indignación en los términos más draconianos (¡pena de muerte!) y nuestras alegrías con los más espantosos desafueros (¿cuántos muertos dejó la celebración del 5-0 contra Argentina?), pero provistos de cero tolerancia a la hora de la crítica, venga de donde venga. Exhibimos la tolerancia a la crítica de un niño malcriado de siete años, indicio de un infantilismo patológico en el manejo de nuestras emociones que, si no aprendemos a superar, jamás le pondremos coto a una ininterrumpida pataleta en la que el número de muertos será equivalente al de las armas que estén al alcance de nuestras manos.
Las implicaciones de ese infantilismo colectivo dan grima. Recuerdo la prohibición, por inmoral, de la obra de García Márquez en las bibliotecas bogotanas de varios colegios y una universidad (1986). Recuerdo el veto a la entrada de Pablo Escobar en un diccionario enciclopédico (1996). Más recientemente, recuerdo a una senadora sibilina que atisbó, primero, a García Márquez y, luego, a Fidel Castro, retorciéndose ambos en los fuegos del infierno justo al otro día de sus respectivas muertes (2014 y 2016). ¡La misma que poco después tildó a sus opositores de ignorantes y los exhortó a la lectura! El amarillismo y la pornografía apenas velados, frecuentes en nuestros noticieros, son la otra cara de la misma majadería.
Entre consignas atrabiliarias (¡pena de muerte!) y anuncios publicitarios que le darían vergüenza a Disney (¡siembra un arbolito!), nos comportamos como niños que solo se satisfacen con recurso a la ley de excepción: estado de sitio, tutelas, revocatorias y milagros… estos últimos el estado de excepción por excelencia. Jamás alcanzaremos la mayoría de edad por ese atajo del supuesto ‘uso de razón’ conferido en primeras comuniones y bailes de quince años.
Nairo Quintana no pudo expresarlo mejor: “Los aficionados colombianos son muy apasionados… no solo conmigo, sucede lo mismo si se trata de un cantante o de un futbolista”, pero no comprenden que “no se trata de lanzar flores un día y al otro piedras”, y, además, quienes debieran chantarse el guante “no presentan balances financieros”, “no acompañan a las ligas que los eligen”, “no envían a todos los deportistas”.
Faltó poco para que lo cogieran a piedra, para que lo tildaran de apátrida… como no fuera por su tremebunda actuación en el Giro de Italia. Mal que nos pese, es importante comprender que Colombia, de alguna manera, fue un paisito que produjo cafecito hasta que Pablo Escobar y García Márquez lo pusieron en el mapa, y que ahora hay que apuntalar una incipiente frágil clase media, a cuyas filas me aferro, para superar el embeleco de piscinas con azulejos y ganaderos con fútbol club: el dilema de Nairo ante la diarrea de Dumoulin, es mucho más complejo que condenar a muerte ipso facto a un violador o al infierno a un niño pajuelo.
La mayoría de edad
Nairo Quintana no pudo expresarlo mejor: “Los aficionados colombianos son muy apasionados…".
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