Los colombianos privilegiados y cómodos sabemos que hay en el horizonte político serias amenazas al futuro y a la estabilidad del país, como lo conocemos. También sabemos que hay una cosa que definitivamente no las va a resolver: quejarnos en reuniones privadas.
Colombia ha superado muchas crisis a lo largo de su historia. Algo debemos poder aprender del pasado reciente. El orden nacional estuvo en jaque en 1985, cuando los terroristas del M19 se tomaron el Palacio de Justicia bajo contrato con Pablo Escobar, lo que terminó en el incendio del edificio y la dolorosa muerte de muchos colombianos. Entre ellos, de muy negativo impacto institucional a largo plazo, una de las últimas ‘cochadas’ de grandes y probos magistrados de las altas cortes.
Estuvimos inmersos en los años ochenta y noventa en una guerra infame contra los carteles de la droga que intentaban tomarse el poder político, económico y social con la colaboración de políticos corruptos, con testaruda fuerza destructiva y enormes recursos provenientes del narcotráfico.
A finales de los noventa y comienzos de este siglo, la sociedad colombiana estuvo en enorme peligro ante la fuerza y presencia de la guerrilla de las Farc en buena parte del país. Igualmente, alimentados con recursos mafiosos de tráfico de drogas, minería criminal, secuestros y vacunas.
En todos esos casos salimos adelante. Del gran susto pasamos a la concientización de que era imperioso reaccionar. Y reaccionando, de diversas maneras en cada ocasión, pasamos el bache temporal con éxito. Creíamos haber resuelto todos nuestros problemas. Pero en el canto de victoria del corto plazo, olvidamos que, a lo largo de todas esas batallas, no solucionamos los dos problemas más graves, de fondo, que nos aquejan y son causa raíz de casi todos los demás: la inmoral e insostenible pobreza de millones de colombianos, y la corrupción, ampliamente tolerada en nuestra sociedad.
Hemos estado a ratos cómodos y a ratos distraídos con los millones de conversaciones sobre ‘la paz’.
Ahora enfrentamos, de nuevo, el susto del populismo irresponsable y peligroso, muy sorprendidos, como si los problemas hubieran aparecido de repente. El riesgo, que sigue estando profundamente ligado a la pobreza y a la corrupción, pero también estrechamente relacionado con pasados problemas solo semirresueltos de narcotráfico y guerrilla, amenaza el bienestar de todos, en especial, como suele suceder, de los más pobres y vulnerables.
Es obligatorio derrotarlo a corto plazo en las urnas de la democracia. Pero si a esa victoria, que de nuevo podemos obtener si unimos fuerzas con inteligencia y abandonando de egoísmos destructivos, no le ponemos a continuación la resoluta prioridad de resolver, en serio, la pobreza extrema, y de acabar, en serio, con la corrupción, aún si esta vez ganamos la batalla de corto plazo para la democracia y la libertad, cada día será menor la sostenibilidad de esta sociedad como la conocemos.
Poner nuestros recursos y nuestra inteligencia terca y generosa al servicio de esos propósitos de mediano y largo plazo, es un imperativo moral. Y también es un desafío de supervivencia.