Los años que viví en California presencié con asombro varias transformaciones sociales que no me fueron indiferentes. Estuve allí cuando se eligió al primer presidente afroamericano. Vi la apertura de los primeros baños de género neutro en la universidad. Leí por primera vez en un texto académico que se usaba el pronombre ‘ella’ (she), como fórmula genérica para referirse tanto a hombres como a mujeres. Y presencié, con agrado, la llegada del uso del signo @ como mecanismo incluyente del lenguaje escrito.
En estos días he seguido con atención las múltiples reacciones al debate reciente sobre el uso de ‘todos y todas’, desde artículos hasta memes, tanto de sus defensores como de sus detractores. Quizás los dos únicos argumentos que puedo rescatar de quienes están en contra y decidieron ir más allá de la ridiculización del debate son, por un lado, la posición de la RAE al respecto, y por otro, la idea de que con cambiar el lenguaje no basta si la realidad sigue siendo la misma. Válidas ambas perspectivas, pero no del todo.
Escudarnos en la autoridad sobre temas de género de una institución dirigida mayoritariamente (casi exclusivamente) por hombres, debería como mínimo despertarnos alguna sospecha. Además, la naturaleza (su condición misma) de una lengua viva es transformarse, adaptarse al mundo para el que debe ser útil. Las únicas lenguas que no cambian son las lenguas muertas. Ahora bien, que la RAE se pronuncie sobre este tema lo único que me indica es que estamos ante una lengua más dispuesta a responder al mundo actual que la institución que la representa.
Hay también quienes sostienen que la discusión lingüística es una formalidad sin mayores consecuencias y que la pelea por la inclusión debe darse en la realidad. No, el lenguaje no está divorciado de la realidad ni los asuntos de la lengua son de poca monta.
Si algo nos han enseñado la filosofía y la literatura es que no hay realidad sin lenguaje, que la lengua es el mayor instrumento de poder y que el campo de lo simbólico es, por antonomasia, el campo de lo humano. Los grandes conceptos de identidad, comunidad, nación (y sus terribles derivados: exclusión, discriminación, xenofobia, y un largo etcétera) están atravesados por la lengua con que nos nombramos y con que nombramos (o dejamos de nombrar) a los otros.
América Latina es un continente hecho de palabras. Basta remontarse al siglo XIX para comprender que nos hicimos naciones a partir del repertorio simbólico de las novelas fundacionales, como bien lo ilustró Doris Sommer en su Foundational Fictions. De esas ficciones nos quedan aún las categorías de raza, de género y de clase, con que todavía hoy representamos políticamente nuestro mundo latinoamericano. Evidentemente, allí no habría habido posibilidad alguna de cuestionar la posición privilegiada de unos sobre otros, la hegemonía absoluta del hombre, blanco, heterosexual. Hoy, mucho más de un siglo después, a mí me parece no solo natural sino necesario que dejemos que la lengua se permee de otras realidades, que la gramática con que ordenamos el mundo se llene de grietas para que en ella quepamos, al fin, todos y todas.