A finales de 1978, el gobierno de Estado de Sitio de Julio César Turbay lanzó la llamada ‘Operación Fulminante’, supuestamente, para acabar con los sembrados de marihuana colombiana de una vez por todas. Y, henos aquí 39 años más tarde: las virtudes de la marihuana reconocidas, y la coca y amapola ‘ajenas’, despreciadas y perseguidas; y en plena bonanza si creemos las cifras de Washington.
Esta operación, una de las más perdurables e imbricadas concesiones a Estados Unidos, marcó el inicio de militarización de nuestra lucha contra las drogas, pero, sobre todo, marcó el inicio de la pesadilla legal, ambiental y sanitaria de las aspersiones. Ya en junio de 1978, el Inderena, bajo Julio Carrizosa Umaña, había enviado una solicitud formal al Consejo Nacional de Estupefacientes de aplicar precaución frente a intención de fumigar.
Advertía esta entidad pública, que el Gobierno debería “tomar toda las previsiones necesarias para que no pueda posteriormente imputarse a falta de previsión del Estado, la ocurrencia de alteraciones o deterioros ambientales…”.
Esta concesión no impide que, en la que fuera declarada en 1986 reserva de la biosfera, la Sierra Nevada de Santa Marta, nacieran las aspersiones ‘cacorras’ ni que los gobiernos asperjaran mezclas químicas desde el cielo sobre esta reserva hasta el 2006; como uno de los factores que contribuyó a impulsar los cultivos tradicionales de coca a convertirse en monocultivos químicos para el narcotráfico.
Las concesiones a EE. UU. y al negocio han ido escalando el uso de químicos, supuestamente, para erradicar: primero la marihuana, luego vino la coca (oficialmente en 1984), y en 1992 la amapola. Hasta que, en mayo del 2015, el ministro de Salud, Alejandro Gaviria y el gobierno Santos emitieron concepto para poner fin a las aspersiones aéreas. Sin embargo, no sin antes verse obligados a conceder el uso de las aspersiones con ‘cacorros’ que, según manipula la oficina de drogas de Washington (ONDCP), no bastan, pues para el 2016, Colombia tendría 188.000 hectáreas de coca y podría producir 700 toneladas de cocaína.
No solo el glifosato en tierra, el utilizado por el gobierno o el usado por los cultivadores, no escurre hacia las fuentes de agua, sino que tampoco corre el riesgo de quedar incluido en el nuevo Estatuto Nacional de Drogas como medida permanente de deterioro ambiental y sanitario, y desprecio por la coca nuestra. El uso oficial manual de glifosato, obviamente, no arriesga con convertirse en una nueva fuente de demandas y acciones colectivas contra el Estado y a cargo del erario por daños a cultivos de pancoger, fuentes de agua y sanitarios.
La coca, a diferencia de la marihuana, no es el primer renglón agrícola de EE. UU., y no es ni ancestral ni sagrada, ni medicinal ni alimenticia. Y la cocaína ni se diga. Poco importa que la American Academy of Otolaryngology-Head and Neck Surgery sostenga que la cocaína es un valioso e insustituible anestésico y vasoconstrictor, que se reconozca su uso como antidepresivo, contra la obesidad y el desorden de déficit de atención. Pero no, la cocaína buena es la que produce la Stepan Chemical Company que, con un permiso exclusivo de la DEA, importa a EE. UU. la hoja de coca para su sana y descalsificadora Coca-Cola, la descocainiza en sus instalaciones Maywood (Nueva Jersey) y el alcaloide que se extrae se procesa para ser comercializado como cocaína medicinal exclusivamente por Mallinckrodt Pharmaceuticals. Ellos no importan la hoja de Colombia, donde reina un frenesí erradicador por concepto de que la coca colombiana no es de la ‘buena’.
Nuestra coca seguirá siendo ajena y, por ende ‘mala’, mientras Colombia no regule sensatamente la coca propia en aras de los cultivadores y el Estado y no de las grandes multinacionales y farmacéuticas. Mientras Colombia no cambie el chip y diseñe medidas que permitan autofinanciar los procesos de erradicación de sus monocultivos de esa coca químicamente cultivada, estará destinada a seguir persiguiendo al dragón.
Los procesos de erradicación sin incentivos previos ni garantías de ingresos posteriores son una quimera, siempre lo han sido. Pero, claro, es mejor invertir en luchar, como nos lo exigen las fracasadas políticas, que en investigación para determinar qué usos productivos tiene esa coca químicamente cultivada, a fin de buscar proyectos productivos con coca que permitan su erradicación y sustitución masiva y permanente. Pero obvio, la guerra por las drogas no es conocida por su ciencia.
La hoja de coca es un insecticida natural, esa es una de sus funciones en el ciclo de vida de la región andina amazónica, como las otras solanáceas que podrían servir para sustituir la producción de tropano, una vez erradicada la coca excedentaria para que el proyecto productivo pueda seguir. En su estado actual de cultivos no orgánicos, eventualmente sirve para producir empaques ligeros de cartón de coca, o biomasa. Pero ¿para qué producir insecticidas con coca cuando podemos importar el glifosato y mendigar para que Washington no nos reduzca sus favores en 39 por ciento? ¿Para qué producir cocaína legal si solo hay un mercado de más de 21 millones de consumidores?
Ciudadanos que consumen por gusto y que, a pesar de la satanización, no han dejado de consumir. En lo que se refiere a la cocaína medicinal legal, efectivamente, lo indicado es dejar el negocio en ‘buenas’ manos ajenas.
El negocio es redondo y ‘bueno’, cuando no es ajeno
Nuestra coca seguirá siendo ajena y, por ende ‘mala’, mientras Colombia no regule la coca propia en aras de los cultivadores y el Estado.
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