En su conocido libro ‘El triunfo de las ciudades’, E. Glaeser plantea que “para prosperar las ciudades deben atraer personas inteligentes y permitirles trabajar en colaboración.
No existe una ciudad exitosa sin capital humano”. La pregunta es ¿qué hacen las ciudades exitosas para atraer más capital humano y así crecer y prosperar?
Glaeser muestra que no hay una única respuesta, sino que son varios los atributos que pueden hacer que la gente busque vivir en una determinada ciudad: la ubicación y facilidades de transporte, o la abundancia de recursos naturales, o la facilidad de hacer negocios, o la oferta de educación de calidad, o la calidad de vida, o el poder del Estado.
Tokio es el ejemplo de ciudad que creció alrededor del poder: cuando la residencia del emperador se trasladó de Kioto, la gente y las empresas se concentraron allí para estar cerca de la poderosa burocracia gubernamental, pues “la gente es atraída por el poder como las hormigas por un picnic”.
Por eso Glaeser la denomina la “ciudad imperial”, que después llegó a ser también el centro del poder financiero del Japón, muy diferente al modelo norteamericano, donde el poder se divide entre Washington y Nueva York.
Guardadas proporciones, Bogotá es un caso similar de “ciudad imperial”, cuyo atributo principal que explica su crecimiento y prosperidad no es otro que ser la residencia de los tres poderes estatales: Presidencia y ministerios, cortes y Congreso. El principal atractivo de Bogotá es el centralismo político y financiero. El Estado central es la fuerza centrípeta que atrae la inversión y las empresas. Detrás de ellas vienen los servicios jurídicos, financieros, tecnológicos o de consultoría que también se concentran en Bogotá.
Las empresas no se radican en Bogotá porque sea un sitio estratégico para el comercio nacional o internacional, ni porque tenga oro, petróleo o carbón para explotar. Si se quiere, es un círculo virtuoso que se retroalimenta: la empresas se van para Bogotá porque allí es donde están todos los servicios, y en Bogotá hay muy buenos servicios porque es donde los demandan las empresas.
Pero el motor detrás de esta dinámica es otro, pues si se prefiere a Bogotá es porque allí es donde se distribuye el presupuesto, donde se adjudican las licitaciones y los títulos mineros, donde se manejan los grandes contratos de obras civiles y también las demandas a los contratos, donde se hace el cabildeo para obtener gabelas tributarias y subsidios, donde se toman las decisiones financieras y se asignan los créditos. En Bogotá está el poder, que es el gran imán para atraer capital humano.
Un indicador que refleja la fuerza centrípeta de Bogotá es la actividad constructora. El Dane registra el área aprobada para construcción en 88 municipios que representaban cerca del 90% de la población urbana del país. Bogotá y los vecinos de la sabana participan con el 26% de la población de este grupo y, en circunstancias normales deberían tener un porcentaje similar del área construida.
Sin embargo, la realidad es muy distinta. Como se ve en el cuadro, en la última década en la capital y su área de influencia se ha concentrado una proporción de las licencias de construcción mucho mayor que su población: en esta zona se ha construido el 35% de la vivienda urbana del país y cerca de la mitad de las instalaciones para industria. La participación de Antioquia solo ha sido mayor a su población en el caso de la industria, y la del Valle en el comercio; Atlántico ha estado por debajo en todos los destinos.
La concentración más impresionante es el caso de las oficinas. En Bogotá se han construido el 78% de todas las oficinas del país (porque es válido suponer que en las zonas rurales no se construyen oficinas), lo que muestra dónde se han ubicado las nuevas empresas o la expansión de las antiguas, y tiene graves consecuencias sobre las oportunidades de empleo en otras regiones.
Es la consecuencia lógica de la centralización del poder. Las casas matrices de las compañías mineras y petroleras están en Bogotá, donde no hay una sola mina ni un solo pozo petrolero; acá no se cultiva café, pero es sede del gremio de los cafeteros, lo mismo que de todos los gremios del sector agropecuario; las carreteras de 4G están regadas por todo el país, pero las oficinas de las constructoras y de sus abogados están en la capital.
El colmo del centralismo es tener la Gobernación de Cundinamarca en Bogotá, que no pertenece a ese departamento.
La situación tiende a empeorar. El solo proyecto de renovación del CAN, donde planean construir 112 edificios para albergar 70 entidades oficiales y muchas empresas privadas, tiene una edificabilidad de 2,7 millones de m2, que es mucho más que los 2 millones de metros de oficinas construidas en el resto del país en los últimos diez años.
Ese patrón de crecimiento macrocefálico solo se cambiará si de verdad se descentraliza el Estado y Bogotá deja de ser la “ciudad imperial”.
Mauricio Cabrera Galvis
Consultor privado