Cuando abrí mi cuenta de Twitter, hace ya cuatro años, lo hice sin tener claro qué podía esperar. Sabía que era la red social de moda, que aumentaba su valoración día tras día, y que varios de mis amigos ya eran adictos irredentos, pero ignoraba para qué me podía servir. Con el tiempo, me he dado cuenta de que tiene cosas buenas y malas, y el balance entre unas y otras es más bien desalentador.
Las ventajas de Twitter son obvias. En mi caso, su mayor utilidad consiste en que permite hacer seguimiento permanente a la información, la que producen los medios de comunicación y la que genera la gente del común, que por las circunstancias, termina convertida en reportera. También es bueno seguir a algunos observadores agudos, cuyos comentarios, en el peor de los casos, arrojan claridad sobre la realidad y, en el mejor, la subvierten con delicioso sentido del sarcasmo. Pero quizás el aspecto más atractivo de Twitter radique en su capacidad para seleccionar afinidades. Como si se tratara de una guía de clubes temáticos, termina agrupando a personas que tienen intereses comunes sin importar cuál sea su origen, caso en el cual también sirve para difundir las ideas propias.
La exploración de las desventajas es menos simple y puede llegar a ser dolorosa. Y no hablo del problema obvio de las bobadas que mucha gente pone en Twitter, que lo único que hacen es confirmar que es mejor callar y parecer bobo, que hablar y confirmarlo. Me refiero más bien a dos cosas que me están resultando insoportables. La primera es que cada vez es más alta la probabilidad que uno termine discutiendo con gente que ni siquiera conoce. Y ojo, que no hablo de personas que discuten con buena onda, produciendo un intercambio enriquecedor, sino de los que andan con un mazo en la mano descalificando al otro para tener la razón, sin esgrimir el menor argumento.
Pero, sin duda, el aspecto más detestable de Twitter es la proliferación de una especie emparentada con la anterior: el agresor profesional que ataca desde el anonimato. Alguno dirá que estoy descubriendo el agua tibia y que ya todo el mundo aprendió a vivir con los perfiles falsos de internet, desde los cuales atacan a quienes tenemos la mínima educación de poner la cara para opinar. Pues, permítanme decir que acostumbrarse a que lo insulten a uno desde la oscuridad, equivale a claudicar en la promoción del intercambio honesto de opiniones como el mejor modo de enriquecerse y encontrar caminos civilizados para mejorar la realidad.
He ahí el dilema: yo no quiero claudicar en ese propósito, pero tampoco me interesa interactuar con fantasmas cobardes que ni siquiera pueden escribir una frase de manera coherente. Y ahí radica precisamente la última ventaja de Twitter, o desventaja, dependiendo de los ojos con que se mire: cada día nos confirma que somos tan distintos en nuestros objetivos y nuestros medios, que es asombroso que no estemos peor que lo que estamos.
Mauricio Reina
Investigador de Fedesarrollo