Los 200 años del nacimiento de Carlos Marx, que se conmemoraron en días pasados, pasaron sin pena ni gloria por estos lares: un par de artículos de registro y pare de contar. Curiosa reacción, teniendo en cuenta que una parte clave de su legado sigue vigente. No me refiero a que sus ideas fundamentales hayan perdurado. La noción de la plusvalía se vino al suelo cuando la teoría del valor-trabajo fue desplazada por un valor de corte neoclásico, determinado por las preferencias de los consumidores.
Igual suerte corrieron ideas como la tendencia descendente de la tasa de ganancia y el salario de subsistencia, que fueron superadas por la realidad. La caída del muro de Berlín constituyó el aparatoso funeral de buena parte del corpus ideológico del marxismo.
Sin embargo, el fantasma del comunismo sigue vivo y recorre el trópico. Basta con ver los últimos veinte años en América Latina para dimensionar la vigencia de la idea de la lucha de clases como motor de la transformación social. Y es que uno de los conceptos de la tradición marxista que hoy mantiene plena relevancia es que el capitalismo salvaje, sin controles ni regulaciones, tiende a profundizar la desigualdad.
Por supuesto que ese mismo capitalismo trae una inmensa prosperidad. En las últimas décadas, sin grandes sombras de comunismo, en el mundo ha caído la pobreza extrema y ha habido grandes avances en la reducción de las necesidades insatisfechas.
Desafortunadamente, a la vez, ha aumentado la desigualdad, lo que ha servido como caldo de cultivo para crecientes movimientos populistas.
Colombia no es la excepción. A pesar de haber tenido un crecimiento superior a 4,5 por ciento en promedio anual durante más de una década, lo que permitió sacar de la pobreza a diez millones de colombianos, el país sigue siendo uno de los más desiguales del mundo. La percepción popular es consistente con esa realidad: según Latinobarómetro, Colombia ocupa el segundo lugar en la región entre los países donde mayor proporción de la población cree que el conflicto entre ricos y pobres es fuerte o muy fuerte.
A pesar de acertar en el diagnóstico de la desigualdad, el marxismo fracasó a la hora de hallar soluciones al problema. Basta con ver los desastres económicos de los modelos socialistas de ayer y hoy, incluidos los de Cuba y Venezuela, y las violaciones de derechos humanos perpetradas por las tiranías que se han erigido en su nombre, desde la de Stalin hasta de de Maduro.
Los 200 años de Marx nos dejan dos reflexiones relevantes para la actual coyuntura del país. La primera es para los votantes: tener un buen diagnóstico sobre el aumento de la desigualdad no justifica los desastres económicos y los abusos autoritarios que caracterizan a los regímenes populistas de izquierda. Y la segunda es para la clase dirigente colombiana: si el fantasma no se materializa en estas elecciones lo hará en cuatro años, a menos que haya mejoras distributivas sustanciales que disuelvan el caldo de cultivo de la lucha de clases.