Una economía atrasada es aquella en la que los costos ocultos son elevados. Dado que los mercados operan de forma imperfecta, la información es asimétrica y los costos de oportunidad son difusos, la sociedad tolera deseconomías que pueden ser muy onerosas. Lo peor es que estos costos pueden persistir por largos periodos de tiempo sin que se resuelvan.
Sin duda, el peor costo de nuestra economía es el derivado de los problemas de movilidad. Si en promedio un habitante de Bogotá utiliza 93 minutos al día para desplazarse de su hogar a su lugar de trabajo y de regreso, podemos estimar que mensualmente destina 1.860 minutos mensuales a transportarse para poder contribuir al Producto Interno de Colombia. Ello equivale a 31 horas mensuales y a 372 horas al año en movilidad asociada con el trabajo. ¡Son 15,5 días al año que los bogotanos pasan en promedio en un medio de transporte público! Y mientras este colosal desperdicio se acumula, nada sustancial se está haciendo por reducir este costo oculto, que hace que los ciudadanos tengamos una baja productividad y una pésima calidad de vida.
Los mismos cálculos aterradores podrían hacerse con el costo de oportunidad del tiempo perdido en los despachos públicos, en las salas de espera de los hospitales, en las carreteras interrumpidas por el invierno, en las pistas de los aeropuertos, en las cajas de los abarrotados supermercados o en las inhumanas sucursales de los bancos. Habría que sumar los costos asociados con la inseguridad.
Cientos de miles de celadores y escoltas, automóviles blindados y costosos equipos que no serían necesarios si tuviésemos un nivel normal de inseguridad.
¿Cuánto valen los accidentes de los cientos de miles de motos que pululan en total desorden por nuestras calles y carreteras? ¿Cuánto tiempo se pierde en cumplir requisitos absurdos como el certificado de gases, la renovación del pase, los trámites de la tarjeta militar, la revisión tecnomecánica, la renovación de los salvoconductos, la solicitud de visas, los trámites notariales, los certificados de supervivencia, las solicitudes de devolución de impuestos, la inscripción en el RUT, la Cámara de Comercio, los tributos departamentales, locales?, y la lista continúa.
En los últimos meses, hemos visto la indolencia con la que el Gobierno afronta el tema del chikunguña. Aquí, nuevamente están presentes inmensos costos ocultos. La ausencia de previsión, sumada a la debilidad de las medidas paliativas de acompañamiento, han permitido que decenas de miles de colombianos hayan desarrollado la enfermedad. Poco se ha hecho para fumigar las áreas más sensibles. En ciertas regiones, el número de personas que han tenido el virus es cercano al 20 por ciento del total. ¿Cuánto han costado las incapacidades y cuánto costará la atención hacia el futuro de los que han sido contagiados?
Los costos ocultos de nuestra economía son enormes. No tenemos conciencia de lo grandes que pueden ser. El clientelismo, la burocracia y el reparto de la mermelada también son costos que nos alejan cada vez más del bienestar. Todos hablamos de la arrolladora corrupción que nos rodea, pero somos incapaces de calcular lo que representa como freno al desarrollo y aumento de la inequidad.
Miguel Gómez Martínez
Profesor del Cesa
migomahu@hotmail.com