Juan Manuel Santos tiene la responsabilidad histórica de responder por haber permitido que Colombia haya retrocedido significativamente en el tema de narcotráfico. Como nunca en nuestra historia, hoy somos los mayores productores de cocaína del mundo, y el gobierno reconoce que las áreas sembradas en hoja de coca han tenido un desarrollo exponencial que equivalen a unas 188 mil hectáreas.
En la obsesión por no molestar a las Farc, el gobierno anuló todas las iniciativas que pudieran generar roces con la guerrilla. Con frágiles argumentos de salud, suspendió las fumigaciones. El nuevo discurso de la seguridad neutralizó los esfuerzos de erradicación. Mientras tanto, las Farc aprovecharon el eterno proceso de negociación para fortalecer su presencia en las zonas donde las Fuerzas Armadas habían recobrado el control territorial, promoviendo organizaciones campesinas de cocaleros que actuaron a sus anchas incrementando los cultivos. En muchas zonas del país, regresamos a los años noventa del siglo pasado, con alianzas siniestras entre bandas criminales, Eln, disidentes de las Farc y carteles internacionales de traficantes.
La economía es la primera penalizada por esta deprimente evolución. Otra vez hay zonas vedadas en donde impera el miedo. Quemas de camiones y buses, retenes, asesinatos, extorsión, boleteo, secuestros, amenazas y atentados a autoridades locales –que en muchas regiones habían casi desaparecido– son hoy noticias cotidianas en los medios y redes sociales. Todo ello está relacionado con la lucha por el control del territorio. El Ministro de Defensa y los altos mandos siguen dócilmente el libreto de la Casa de Nariño y niegan la evidencia con cifras que nadie cree. Casi 200 mil hectáreas son algo que no se puede esconder en el mundo satelital.
Lo triste de esta coyuntura es que regresamos a las oscuras épocas de Samper –el poder detrás del trono de Santos–, cuando el narcotráfico amenazó y conquistó nuestras instituciones. La droga trajo violencia, inseguridad, corrupción a la política y el desprestigio internacional de nuestro nombre. Las Farc han dicho, con claridad, que el problema de erradicación es del Gobierno y no de ellos. El proceso de paz, tan elogiado por los áulicos nacionales y extranjeros, empieza a pasarnos la cuenta de cobro. Sin duda, la explosión de narcotráfico es la factura mayor, cuyo precio es hoy incalculable.
Los Estados Unidos están preocupados por el aumento del consumo de cocaína, cuyo origen es Colombia. Nuestra floja cancillería cree que con ambiguos discursos sobre la corresponsabilidad va a justificar el fracaso de nuestro país en la materia.
El discurso de Trump es intolerante en estos aspectos. La seguridad nacional es su obsesión, y el narcotráfico es un elemento cuyos vínculos con la criminalidad y el terrorismo son conocidos. A ello se debe sumar la alianza entre guerrilla, las Fuerzas Armadas venezolanas corruptas, los carteles mexicanos y redes de islamistas que han sido confirmadas. La agenda diplomática bilateral, que había sido desnarcotizada, volverá de nuevo a centrarse en el tema de las drogas. El entorno ha cambiado en Washington, y el gobierno colombiano actúa como si nada hubiese sido modificado.
Santos y su gobierno le dejan a su sucesor, sea quien sea, una herencia maldita. Volver a tomar el control de esas zonas cocaleras y reducir el problema de producción, será una nueva pesadilla llena de violencia y muertos.
Miguel Gómez Martínez
Asesor económico y empresarial
migomahu@hotmail.com
Herencia maldita
Volver a tomar el control de esas zonas cocaleras y reducir el problema de producción, será una nueva pesadilla llena de violencia y muertos.
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