Somos un país extraño. Dispuestos a las más injustas condenas y, al mismo tiempo, capaces de tolerar los comportamientos más absurdos. Nos quejamos de la ineficiencia del Estado, pero parecemos no entender por qué no funciona como debería ser.
El Estado colombiano no es siempre pobre. El presupuesto general de la nación para el 2014 es de 204 billones de pesos; en el caso de Bogotá, es de 15 billones de pesos. Son cifras considerables que, bien administradas, permitirían solucionar muchos de los problemas estructurales de nuestra sociedad. Pero es evidente que la eficiencia no es una prioridad de la ejecución presupuestal. Por ello, una carretera estratégica, como la vía entre Bogotá y Girardot, ha tardado casi una década en ampliar los 120 kilómetros. Hay obras urgentes que deben realizarse, como la prolongación de la Carrera 11 con Calle 100 en Bogotá, el ferrocarril entre Cali y Buenaventura, el dragado del canal del Dique, el metro de Bogotá, la mejora de las radioayudas en los aeropuertos, la ampliación de los servicios de urgencias y cientos de otras inversiones necesarias para poder progresar. Si embrago, estos proyectos no se ejecutan, y no es por falta de recursos, sino de eficiencia.
El ejemplo más comentado es la recolección de las basuras en Bogotá. Por razones ideológicas, la administración distrital decidió que el sistema privado, antes en vigor, debía abrirle espacio a la eficiencia pública. Quienes analizan el caso, llegan a la conclusión de que, aparte de las protuberantes irregularidades cometidas, nunca se tuvo en cuenta el costo económico para la ciudad. Un año después de iniciado el nuevo esquema, la empresa pública registra pérdidas por más de 40 mil millones, hay evidencia de un grave deterioro de los equipos adquiridos, sin contar con el costo laboral de los empleados contratados siguiendo un esquema rígido. Para rematar, el servicio es menos eficiente que el anterior, como lo atestigua el lamentable estado de la limpieza en ciertas zonas de la capital.
Algunos insisten en que la actual administración distrital no es corrupta. Sin duda, es menos que la anterior. Pero es la más ineficiente que recuerde la historia reciente de la capital. Dilapidar dineros públicos está tipificado como demérito fiscal, pues se están perdiendo recursos de todos los ciudadanos. Resulta inexplicable que, en una ciudad con tantos problemas como Bogotá, exista tanta tolerancia frente al despilfarro de cientos de miles de millones de recursos presupuestales. Para la muestra el escandaloso uso de la ETB como caja publicitaria del Distrito. Es a través de esta entidad que se han canalizado los más de 40 mil millones de pesos destinados por el Distrito para inundar de publicidad a todos los medios con cuñas de la Bogotá Humana. ¿Y será que en las manifestaciones recientes de la Plaza de Bolívar no hay uso de dineros públicos? ¿Quién asume todos esos costos?
Utilizar ineficientemente los recursos del Estado es una forma que se asemeja a la corrupción, porque esos dineros podrían solucionar las necesidades urgentes de muchos, que hoy no son atendidas.
Miguel Gómez Martínez
Profesor del Cesa