El reconocimiento de las trabajadoras sexuales como agentes económicos no pasa por el tamiz de lo que pueda considerarse adecuado o decoroso. Se trata de promover las garantías que les han sido negadas como sujetos, y que, en ocasiones, van en contravía de las mismas consideraciones con que se les ha tratado de ‘socorrer’.
Una conocida redondilla de Sor Juana Inés de la Cruz, religiosa mexicana del siglo XVII, expresa el ánimo reivindicativo con que pretendía aligerar la carga moral de las prostitutas de aquel entonces: Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que acusáis”. Una formulación económica que disminuye la magnitud del ‘pecado’, acudiendo al imperio de la demanda sobre la oferta.
De tal suerte y como si se tratara de un homenaje a los señalamientos descritos, la representante a la Cámara Clara Rojas radicó en el Congreso un proyecto de ley que propone sancionar con multas a los usuarios de servicios sexuales, buscando una variable económica a la cual asignar la responsabilidad de la transacción en términos de culpa. Enigma ya resuelto, y con mayor solvencia económica y literaria, pero que no ha tenido la capacidad de promover políticas públicas medianamente sensatas en sus cuatro siglos de vigencia: ¿O cuál es más de culpar, / aunque cualquiera mal haga, / la que peca por la paga / o el que paga por pecar.
Lejos de este tipo de consideraciones, la Corte Constitucional en Sentencia T-629 de 2010 dispuso que la prostitución no es una actividad ilegal y, adicionalmente, que es un trabajo como cualquier otro, que merece el respaldo institucional y las debidas garantías a que obliga dicha consideración. Una forma diferente de reivindicar la dignidad de las trabajadoras sexuales frente a los sojuzgamientos que se ciernen sobre su actividad, y de los cuales el prejuicio moral es solo un aspecto menor: “sujetos discriminados y sometidos a la indignidad de no merecer la protección del Estado que operaría con cualquier trabajador de actividad lícita en sí misma, víctimas por regla, de una invisibilización en sus derechos económicos y sociales fundamentales”.
Sentencia cuyo influjo es evidente en el Capítulo III del Código Nacional de Policía y Convivencia (Ley 1801 de 2016) cuando establece los criterios que a este respecto le asisten a la prostitución como actividad económica y los requerimientos con que deben operar sus escenarios a fin de evitar la perturbación de la comunidad. Pero, mientras estos desarrollos jurisprudenciales y legales apuntan a la normalización, parece que, en términos de los reparos morales, su incorporación a la normalidad sigue contando con los más inesperados detractores, aún actuando en nombre de su bienestar. Es el caso del establecimiento de multas a la demanda de servicios sexuales, que no haría más que elevar los costos de transacción y someter al gremio de las trabajadoras sexuales a un escenario atenazado por las tarifas sancionatorias a sus usuarios.
Resulta oportuno recordar que la historia y la literatura muestran una intención perversa en el sometimiento de una comunidad al Estado de sitio. Ya se trate de la antigua Troya, de Cartagena de Indias, o del gremio de las trabajadoras sexuales, la estrategia ha consistido siempre en doblegar al enemigo promoviendo su imposibilidad de abastecerse.
Diego Rengifo Lozano
Consultor
columnista
El que paga por pecar
El reconocimiento de las trabajadoras sexuales como agentes económicos no pasa por el tamiz de lo que pueda considerarse adecuado o decoroso.
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