Los tristes vientos que hoy soplan en las altas esferas de la administración de justicia, pronostican un vendaval de proporciones bíblicas si se atiende a los beneficios que, por colaboración eficaz, ofrece el sistema penal colombiano. El problema radica en el orden de jerarquías que, al interior de una presunta asociación criminal, ostentan los sujetos involucrados. A este tenor, podemos estar asistiendo a un verdadero choque de trenes en la esfera del crimen.
Los mecanismos de negociación penal resultan un método eficiente en la tarea de desmantelar organizaciones delictivas de todo pelambre. Trátese de bandas criminales o de delincuentes de cuello blanco, se asume que gracias a la colaboración de los miembros menos valiosos de la cadena delictiva se puede procesar penalmente a sus piezas más importantes. En tal sentido, los testimonios del exfiscal anticorrupción Gustavo Moreno y del senador Musa Besaile sugieren un problema de similares magnitudes para el modelo de la justicia penal negociada, cuando miembros de su tribunal de cierre pueden hallarse en medio de la ecuación.
Esta modalidad de negociación suele criticarse en la medida en que admite delatores, también llamados ‘arrepentidos o chivatos’, cuyos testimonios, dicen sus detractores, tienen igual valor que si se tratara de gente honesta. Pero precisamente, este tipo de mecanismos han sido diseñados para extraer información valiosa de su fuente más precisa: sus mismos operadores. Razón por la cual esta información, difícilmente, podría ser obtenida en escenarios distintos al criminal, y en esa medida, es apenas obvio que la justicia penal negociada en Colombia esté diseñada para transar con delincuentes.
No obstante, la implementación del modelo no ha sido fácil, entre otros, por una suerte de reconocimiento a la lealtad sin importar el escenario. El mismo derecho norteamericano ha tomado atenta nota de las implicaciones de lo que denomina honour among thieves (honor entre bandidos) que consiste en los sentidos de pertenencia, solidaridad y honestidad que los integrantes de la asociación criminal deben dispensarse mutuamente. A este respecto, las críticas que en Colombia ha despertado la admisión de testimonios de chivatos en el proceso, ha llevado a un Fiscal General a sugerir que deberíamos modificar el Escudo Nacional, reemplazando el cóndor por un sapo.
El problema que suscita el caso de los magistrados y senadores en el llamado ‘cartel de la toga’, sugiere un inconveniente de orden jerárquico, en virtud a que en el sistema colombiano no es bien recibido ofrecer más beneficios penales a los jefes y cabecillas de la asociación criminal por delatar a sus subalternos.
A este respecto, si la negociación penal depende de las jerarquías, muy difícil debe resultar establecerla cuando los señalamientos que recaen sobre las más altas dignidades del poder judicial, particularmente del máximo tribunal de la justicia ordinaria, tienen origen, a su vez, en la más alta jerarquía del poder legislativo. Musa Besaile no ha dejado de ser uno de los senadores más votados en las pasadas elecciones, al igual que su paisano y copartidario ‘Ñoño’ Elías (cuñado de Alejandro Lyons).
En este lamentable estado de cosas, que podría diagnosticarse como producto del delirio, mientras se establece ‘quién manda a quién’, es oportuno recordar que cuando en Colombia se empezó a hablar de “justicia penal negociada”, nadie imaginó que su sentido llegaría a ser literal.
Diego Rengifo Lozano
Consultor