Hubo una época en la que exhibir ciertas partes del cuerpo era severamente castigado. Por la ley y por la gente, según cada caso. Esto ha cambiado, sobre todo en cuanto a la sanción social, pues todavía correr desnudo por un lugar público garantiza una temporada en la UPJ, si se trata de Colombia. En redes sociales, en cambio, una acción así, que sería inmediatamente calificada por gurús como ‘disruptiva’, generaría un diluvio de likes en los que se ahogarían algunos pocos reclamos de madres o tías anticuadas y escandalizadas.
Lo anterior para introducir una nueva manera de concebir el pudor, que, todo apunta, es la de estos tiempos. Así como antes era recomendable el recato corporal si lo que se quería era tener una imagen pública óptima, en el nivel que fuera, hoy urge tenerlo con la información que sobre nuestras vidas dejamos en manos de Facebook y otras redes.
Sí, suena a descubrimiento del agua tibia, es cierto. Pero el tema es más complejo.
De entrada hay que decir que la nueva privacidad está ahí. El morbo con el que antes se miraban los desnudos es el mismo con el que hoy los dueños de las redes sociales observan, analizan y procesan todos los datos que a diario les servimos en bandeja.
No sobra repetirlo: nuestras rutinas digitales alimentan algoritmos que a su vez nutren las finanzas de estos magnates, felices de que el exhibicionismo sea ley. Hasta ahí ya es bastante preocupante, sí se quiere. Pero más crítico se pone el tema cuando nos enteramos de que esos algoritmos terminan vía Facebook moldeando nuestro carácter, influyendo sutil, pero efectivamente en las decisiones que tomamos. Sin que lo notemos.
Una alternativa a esta altura sería la de citar a Orwell y a Huxley y sembrar el terror sobre un futuro sombrío de control social absoluto. Prefiero no. Y de paso, recordar que esto puede darse en China, EE. UU., Francia, Alemania, pero es difícil en un país como este, tan propenso a que se caiga el sistema, Dios bendito.
La buena noticia es que es posible actuar, no estamos condenados a ser zombies de Zuckerberg. Se trata de redefinir y poner en práctica el amor propio y, de nuevo, el pudor. Esconderle a Zuckerberg, como antes a los demás las partes pudendas, lo que amamos, lo que odiamos; lo que nos gusta, lo que nos causa repulsión. Lo que nos toca la fibra, lo que nos produce náuseas. A quienes amamos y a quienes no soportamos. Lo que compramos y de lo que nos quejamos.
¿Cómo se logra? Usando las redes sociales para lo mínimo necesario y, en lo posible, en un modo de una sola vía: sea solo receptor, no creador de contenido. Todo lo que hoy publica ahí más bien concrételo en el mundo real. No se exprese más por emoticones o likes, sino vía oral o corporal, según sea el caso. Así de paso se vacuna contra más de una enfermedad mental de esas que hoy nos acechan. Y si insiste en llevar su vida a lo virtual, entonces encuentre la manera de cobrar los millones que vale el acceso a su corazón.
Federico Arango Cammaert
Subeditor de Opinión de El Tiempo