Cartas memorables hay muchas. Como aquellas que exaltan el amor, al mejor estilo de Shakespeare, como la que sugiere un “aprenderás que los besos no son contratos, ni regalos ni promesas”. O la de Patrick Hitler, sobrino de Adolf, dirigida a Franklin D. Roosevelt, presidente de Estados Unidos, el 3 de marzo de 1942, en la que ofrece incorporarse a las filas norteamericanas para luchar contra su tío.
Hace poco, un amigo me envió por correo electrónico otra joya de esas. La carta de suicidio del director de la revista Bohemia de Cuba, Miguel Ángel Quevedo, fechada el 12 de agosto de 1969, en la que encontré esta frase: “Fidel no es más que el estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos o por malvados, somos culpables de que llegara al poder”.
Antes de que apareciera ese mensaje escribí varias epístolas, de esas de papel y sobre con diseño azul y rojo de correo aéreo. Por supuesto, hoy lo hago con caracteres digitales, siempre dirigidas en formato típico de e-mail, sin la gracia de la tinta y el cierre de goma del sobre.
Lo que nunca había hecho fue dirigirme una carta a mí mismo. Y lo hice no hace mucho. Esta es la breve historia.
Al cumplir treinta años de egresados de mi colegio, a alguno del grupo se le ocurrió que cada quien escribiera su trayectoria luego de terminar el último año, para saber qué había sido de cada cual en estas tres décadas. Mi primera reacción fue de recelo y duda, diría de pudor. Sin embargo, tres se lanzaron con su “carta” y sucedió algo genial. Los primeros mensajes fueron una revelación. Nunca antes había visto historias tan genuinas y sinceras acerca de sus protagonistas. Ninguno quería impresionar con sus hazañas, con los logros de sus hijos, con su carrera profesional. Tan solo contar las cosas como cada quien las vivió y las sintió, incluyendo los dramas, las frustraciones y fracasos que sufrimos todos. Muy diferente a las cosas que la gente publica en Facebook.
Así, me enganché con la idea de contar lo mío, mis años, mis amores y desamores, mis cambios de estilo de vida, el sentido básico que le encuentro a lo que me tocó vivir y lo que no pude alcanzar. En fin, un ejercicio alucinante.
Si hubiéramos hecho lo mismo a los treinta o cuarenta años de edad, a lo mejor nos hubieran salido relatos acerca de los logros, quizás mostrando la ambición aún a flor de piel, tal vez también queriendo aparentar. Pero a los cincuenta, eran historias sin adjetivos, con lo que se hizo y no se hizo, los dolores y las derrotas. Y también con mucho humor, aquel con el cual uno se ríe de sí mismo. Tal vez es algo que viene con la edad. Tal vez eso es lo que llaman madurar: aprender a reconocer los límites y aceptar lo vivido.
Al terminar mi relato y leerlo antes de enviarlo, me di cuenta de que no estaba escribiendo para los demás; de que se trataba de verme retratado en ese par de páginas. Y eso me gustó. Fue la primera carta a mí mismo. Y tengo ganas de empezar la segunda.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia