Hay una frase que me gusta mucho, pero no sé de quién es: “entre más trabajo, más suerte tengo”. A partir de ahora, hagamos de cuenta que es mía, al menos por un par de párrafos. Me gusta esa máxima porque hace alusión a que el éxito se consigue con dedicación, disciplina, y persistencia. Eso se ve con claridad en personajes como Rafael Nadal o Ronaldo.
No basta con ser bueno o hábil, hay que persistir. Y en esa persistencia, es más probable que llegue la suerte que se requiere para que coincidan las circunstancias adecuadas y las cosas funcionen bien. La genialidad o la capacidad innata para un arte u oficio no garantiza el éxito. Eso lo sabemos. El éxito se logra también con suerte, con mucha suerte.
En esta ocasión, quisiera pasar de largo por el tema de la disciplina y del trabajo arduo. Quiero centrarme en el azar, en la suerte. Estamos bastante acostumbrados a pensar que las cosas suceden por una causa lógica, por alguna razón específica. Nos resistimos a reconocer la influencia de factores aleatorios no relacionados entre sí. Nos negamos a aceptar que el azar juega un papel determinante en la forma como suceden las cosas.
Ello es así porque tenemos un sesgo a favorecer la certeza sobre la duda. Todos pretendemos y deseamos estar seguros de lo que hacemos, vemos o decimos. Nos gusta seguir a aquellos que parecen tener claridad ante las cosas. Esos son nuestros líderes.
Nos cuesta seguir a quién duda y reconocer la sabiduría detrás de quien se pregunta siempre el porqué de las cosas. Preferimos ir detrás de quien responde todas nuestras preguntas.
En un libro de cuentos de Jostein Gaarder, el célebre autor de El Mundo de Sofía, hay una frase genial: “una pregunta vale más que una respuesta”. Las preguntas son señal de inteligencia, de apertura mental; las respuestas implican una toma de posición que no necesariamente tiene relación directa con la verdad.
Volviendo a la suerte, hay otro aspecto interesante que es la mala suerte, o lo que algunos autores, como Bernard Williams, llaman la suerte moral. Un ejemplo es aquel de dos amigos que salen borrachos de una fiesta, cada uno en su carro. Uno de ellos atropella con su vehículo a una persona que se atraviesa imprudente por la calle. El otro llega sin contratiempos a su casa. Para el primero, su estado de embriaguez es un agravante en la causa de los hechos. Su ‘mala suerte’ lo condena a una circunstancia mucho peor que a su amigo, a quien la vida lo trató mejor, sin producir ningún daño a otra persona y sin consecuencias, aun estando igual de borracho.
A la hora de juzgar al primero, nos genera indignación reconocer que su situación está determinada por la suerte, porque suponemos que merece un castigo o una pena, no por el hecho accidental, sino por su estado de embriaguez.
Aceptar que el azar juega un papel relevante en nuestras vidas nos hace más fácil admitir por qué suceden la cosas. Al considerar que cada acontecimiento tiene una causa lógica o una razón de ser, nos podemos torturar tratando de encontrarle una justificación a aquellos sucesos que no tienen explicación, ni siquiera sobrenatural. Son solo parte de nuestra bendita suerte.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia