Al cumplirse el primer siglo de la era cristiana, el obispo y cronista Thietmar de Mersebug escribió: “habiendo llegado a los mil años de la concepción del Cristo Salvador por la Virgen sin pecado, se vio brillar en el mundo una mañana brillante”. Es posible que ese día haya sido de sol. Pero por otros historiadores sabemos que tal amanecer se producía solo para unos pocos hombres. Los demás permanecerían por siglos en la noche y la miseria.
En muchos otros casos la ciencia ha permitido aclarar deformaciones acerca de los supuestos que fundamentan ideas políticas o religiosas cargadas de sesgos.
Los avances de la humanidad como una mayor expectativa de vida, menor mortalidad infantil, divulgación del conocimiento y redes de comunicación, agua potable, energía sostenible y viajes al espacio, han sido posibles gracias a consensos básicos sobre la investigación científica.
Sin embargo, en la ciencia también existen sesgos. Uno frecuente es aquel que busca favorecer la información que confirma las propias creencias o hipótesis, dando menos consideración a posibles alternativas. Pero también es común que tales sesgos se controviertan con base en confirmaciones más sólidas. El avance de la ciencia se logra porque hay paradigmas que resultan verificables.
Los sesgos se encuentran de manera más palpable en áreas en las cuales hay un espacio abierto a la interpretación como el arte, la jurisprudencia y la política. Pero el mayor punto de quiebre en el ejercicio de la argumentación, se produce ante la presencia de fundamentalismos ideológicos o incentivos perversos como la corrupción, que fracturan por completo la razonabilidad mínima. Tal es el caso del juez que se escuda en la interpretación falaz de los hechos o la ley para llegar a una conclusión arbitraria; o la discusión pública que anula discusiones sobre premisas rigurosas.
Lo anterior hace relevante la participación de la academia y la ciencia en los debates que conllevan decisiones que afectan a muchos. Universidades y tanques de pensamiento han hecho aportes significativos, como los documentos de la FIP sobre drogas y fronteras; el estudio interdisciplinario del Externado sobre corrupción; los análisis de deserción escolar, plataformas colaborativas, EPS y salud de los Andes; Eafit sobre el proceso de paz; la Tadeo sobre gobiernos locales y cooperación internacional. Fedesarrollo es bastante activo y los premios Juan Luis Londoño fomentan esa tarea. En fin, la lista es larga y la mía no exhaustiva.
Pero necesitamos más. Las universidades deben meterse de forma decidida en la frontera de las discusiones políticas, aportando análisis, cifras y evaluaciones de impacto. Los debates sobre el salario mínimo, el consumo y microtráfico, el glifosato, el azúcar y la salud pública, la reforma a la justicia, deberían abordarse a partir de estudios juiciosos acerca de la eficacia y riesgos de las alternativas, para limitar el peso de prejuicios políticos o económicos.
Con ello no eludiremos del todo las cargas emocionales y mentales que subyacen en la condición humana. Pero, a lo mejor, podremos recuperar algo de la política con más ciencia.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia