Hace unos días un buen amigo me hizo el siguiente comentario, que debió leer en algún lado: la vida se compone de dos tipos de personas, los optimistas y los pesimistas. Por lo general, dijo, los pesimistas son más inteligentes y perspicaces. Pero los optimistas son más felices.
¡Me puso a pensar! Me acordé de Mo Gawdat, ejecutivo de Google, quien perdió a su hijo en unas vacaciones. Después de un tiempo, de llorar y sufrir lo indecible, decidió hacerse una pregunta: ¿qué puedo hacer para recuperar a mi hijo? Su respuesta fría fue: ¡nada! Entonces planteó una disyuntiva. O escojo sufrir y maldecir cada día por lo que me sucedió, o trato de hacer algo que mejore mi realidad al menos un poco.
Mo sostiene que la felicidad no depende de lo que la vida nos entrega, sino de lo que ‘uno cree’ que la vida nos entrega. Puesto como ecuación: la felicidad es igual o mayor a la diferencia entre cómo vemos los eventos de la vida y las expectativas que tenemos acerca de cómo la vida se debe comportar con nosotros.
Si tenemos expectativas muy altas nuestros niveles de insatisfacción serán elevados. Si asumimos una mirada negativa de los acontecimientos y además esperamos mucho más de lo que sucede, estaremos en una situación marcada por una frustración incesante. La fórmula sugerida por Mo es muy útil y valiosa, sobre todo ante circunstancias tan duras.
Seguramente todos preferimos ser felices. Pero el mundo necesita desesperadamente de los pesimistas; de aquellos que caminan en una búsqueda constante, dudando de todo, preguntándose del porqué de las circunstancias, con una ambición continua por lograr que las cosas sean mejores. Ese es el motor de las transformaciones individuales y colectivas. Sin pesimistas insatisfechos la humanidad no avanza.
Claro, hay pesimistas de pesimistas. Los hay con una actitud negativa tal, que no les permite actuar, arriesgarse, apostar. Más que pesimistas, son vencidos innatos o temerosos. También, a la inversa, hay optimistas astutos, muchos de ellos exitosos.
En su libro Retratos de la Memoria, Bertrand Russell, cuenta una historia de Wittgenstein cuando aparecía con frecuencia en su habitación a media noche y por horas se paseaba de un lado para otro como tigre enjaulado. A su llegada, Wittgenstein le decía a Russell que se iba a suicidar, razón por la cual el inglés no pegaba el ojo. Una de esas noches, luego de un rato, Russell le preguntó: “¿estás pensando acerca de la lógica o acerca de tus pecados?”. “Las dos”, contesto Wittgenstein, y luego volvió a su silencio habitual.
Al igual que Wittgenstein, muchos personajes de la historia fueron pesimistas radicales, como Lincoln, Bolívar, San Martín, Martin Luther King. Nunca satisfechos con la realidad. A ellos les debemos mucho.
Cuando no tenemos grandes expectativas y la vida nos da más, nos sentimos más tranquilos. Cuando le exigimos a la vida y a nosotros mismos, nos empuja la obsesión porque las cosas sean mejores y de este modo superar la realidad.
La felicidad, a veces, hace parte del mundo de los que se contentan con poco. Muchos de los avances de la humanidad se lograron gracias a personas obsesivas y seguramente infelices. Gracias a los que piensan mal, el mundo también progresa.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia