Hace pocas semanas se supo de una botella de ginebra holandesa, de comienzos del siglo XIX, que apareció en una playa de Australia con un mensaje. En el texto el capitán de la nave registró la fecha, las coordenadas de su ubicación y los detalles de la ruta. Había sido arrojada desde un barco alemán, el Paula, el 12 de junio de 1886.
Un descubrimiento que guarda en su interior, quizás, los relatos de una novela, de muchas vidas, de algún dilema científico, o a lo mejor de una tragedia insospechada. Pero, al mismo tiempo, enciende la sensación de agonía de vagar al vaivén de las olas, en la inmensidad del mar, con sus noches y sus días, hasta topar con una playa solitaria. Así como cada quien lleva su historia entre la piel, en un mundo infinito de personas y circunstancias, con el riesgo de nunca ser descubierto o no llegar a la arena tranquila de algún destino.
Este hallazgo reciente, el de la botella, me hizo pensar en un dilema vital: si es posible ser feliz solo o si necesariamente la felicidad pasa por tener una relación estrecha con otros. Me asalta la duda de cómo podemos ser felices, de manera intrínseca e individual, cuando más allá de nuestro entorno, incluso a nuestro lado, hay tragedias y sufrimiento constante. Me pregunto si aquellas personas que no tienen un amor, una pareja, una familia, pueden alcanzar un estado interior de lo que llamamos felicidad o plenitud.
Sorprende el auge de la felicidad en la literatura actual y en la academia. Uno de los cursos más exitosos en la Universidad de Yale es precisamente sobre este tema. El 12 de enero de este año se abrieron las inscripciones para ‘La psicología y la buena vida’, dictado por la profesora Laurie Santos, y el éxito fue abrumador. La cifra de asistentes sobrepasó los 1.200 estudiantes, un dato significativo si se tiene en cuenta que la mayoría de clases de cátedra no supera nunca los 600 alumnos.
La Universidad de Harvard también ha realizado estudios sobre la materia. Las conclusiones pasan por el valor que tienen para las personas los lazos de amistad y familiares.
Pero aun quienes cuentan con un entorno de amigos y familia, cómo pueden ser felices o tener equilibrio interior cuando cada amanecer nos recibe con una andanada de sufrimiento y tragedias de personas cercanas, de la misma ciudad o país, de nuestros vecinos. Dudo que se pueda ser feliz de manera individual cuando hay tanto sufrimiento colectivo.
Soy escéptico de la felicidad como estado permanente. Creo que existen momentos felices y que se es más feliz cuanto más duren tales momentos o sean más frecuentes. A lo sumo, se puede llegar a un estado interior de equilibrio y relativa armonía. Pero no a lo que llaman felicidad, al menos no a aquella que nos supone aislados como una botella, a la que le da igual que la encuentren o no llegar a tierra firme.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia