Él y ella no tuvieron hijos, no pudieron tenerlos. Tampoco pensaron nunca en adoptar. Él, mayor de noventa años y ella cerca, llevan sesenta y seis casados. Hace pocos días, ella estuvo en el hospital por cuenta de unos dolores insoportables y una infección complicada. Me hice a su lado para acompañarla un rato y en tono confidente, le pregunté cuáles eran esos momentos del día que disfrutaba en la clínica, sabiendo que las horas se le iban entre el dolor y la ansiedad. Lo único que disfruto, me dijo sin titubear, es estar agarrada de la mano de mi maridito.
Cuando ya no estén, los sabremos igual de juntos donde quiera que vayan. Acá, los que nos quedamos veremos su tumba, una al lado del otro. Como Sartre y De Beauvoir, en el cementerio Montparnasse.
A diferencia de la reconocida pareja de franceses, su concepción de la vida y del matrimonio es la más ortodoxa. Formados en familias acomodadas, educados bajo una moral estricta y un catolicismo ferviente, se han dedicado a cuidar de otras personas independientemente de su nivel social. Su vínculo no ha sido solo el cumplimiento de un contrato que asumieron bajo la mirada divina y la iglesia como testigo. La ausencia de hijos la llenaron con la dedicación discreta a otras personas que los pudieran necesitar.
Me ayudaron a entender que la fuerza que mueve a respetar un compromiso no está en el contrato firmado, ni siquiera en el acuerdo tácito, sino en el impulso interior que nos lleva a querer estar ahí, junto a la otra persona. Esa fuerza vital interior, autonomía pura, no la reemplaza ninguna fuerza exterior.
De Beauvoir decía algo interesante: “La maldición del matrimonio es que, muchas veces, las personas se unen en sus debilidades en vez de hacerlo desde su fuerza. Ambos exigiendo del otro en lugar de encontrar el placer de dar”.
Usando el símil con otras obligaciones y contratos, como pagar impuestos, un arriendo, o respetar las normas de tránsito, la posibilidad real de acatarlas no radica en la norma que es fuente de tal exigencia, sino en el convencimiento de que es mejor cumplir que incumplir. Claro, cuando se infringe no puede haber impunidad, de lo contrario el sistema se quiebra. Pero la manera de lograr que el sistema funcione no puede depender solamente de la capacidad de sancionar. Debe haber un convencimiento más profundo de por qué es mejor obedecer las normas y los contratos que faltar a ellos.
En el caso del pacto que lleva a las parejas a estar unidas, tomadas de la mano por años como él y ella, no queda sino reconocer que el amor, el solo hecho de amar, es lo que realmente da sentido a vivir al lado de otra persona.
Unos, desde la independencia crítica y, los otros, aferrados al pacto divino. Pero ambos disfrutando por igual la libertad de cumplir, aquella que otorga el hecho de hacerlo por convencimiento íntimo.
Jaime Bermúdez
Excanciller de Colombia
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