En la Alta Edad Media, “el mártir” (testigo) se convirtió en un símbolo representativo de una profunda fe, sobretodo en la cultura del cristianismo de la Europa occidental.
El candidato a mártir era un ser poderoso que en su vida había pertenecido a un contexto de la alta sociedad representada en reyes, príncipes, nobles, obispos y abades. Renunciaban a todo vestigio terrenal, despojándose de sus pertenecías de valor y fundaban iglesias o fomentaban la propagación de una fe más popular.
Estos hombres, en principio, gozarían de una función social importantísima de conexión entre la vida y la muerte para sus creyentes, con una tarea de responsabilidad que hacía hincapié en escuchar plegarias y responderlas por medio de hechos. Después, estos hechos se convertirían en milagros, lo que daría pie a que estos mártires fueran llamados santos.
Según el último martirologio romano, la Iglesia Católica cuenta con más de siete mil santos. Siete mil personajes sobre los cuales pesa la responsabilidad de aliviar enfermos, conseguir empleos, evitar separaciones, ganar loterías y salvar países de guerras bélicas.
En el siglo VI la emperatriz Constantina pidió al papa Gregorio Magno que le enviara la cabeza del apóstol San Pablo para ponerla en una iglesia que estaba construyendo en Constantinopla, pero para su sorpresa la respuesta fue negativa debido a que este tipo de profanación corporal post mortem estaba prohibida. Sin embargo, para no tener problemas con el emperador Mauricio, envió a la dama las limaduras de la cadena del apóstol.
Solo cien años después se permitió la división y el traslado de los cuerpos de los santos, dando origen a un infinito trafico medieval de restos humanos.
Y aunque los sínodos de Paris del 829 prohibieron la superstición basada en el tráfico de reliquias, comenzaría un impactante movimiento económico de elementos pertenecientes a los santos de la comunidad cristiana en países como Francia, España, Italia y Alemania.
El regalo, el robo y la compraventa de las reliquias se persiguió con ahínco, según el historiador José Castillo Castillo, aunque a medida que estas generaban altos ingresos per cápita fueron aceptadas y aprobadas.
Hoy en día, existen poblaciones donde si la iglesia otorga un santo a uno de sus antiguos pobladores se montan grandes estrategias turísticas en torno al mártir, mejorando las condiciones de la población ipso facto.
Así pues, hay comunidades que han sabido sacar provecho de este tipo de fe basada en las reliquias, como la Catedral de la Santa Sangre en Brujas (Bélgica), que guarda la sangre de Jesús, o la Catedral de Colonia (Alemania), que alberga los restos de los Tres Reyes Magos, o inclusive una población del suroeste antioqueño llamada Jericó, donde se venden buñuelos a nombre de la santa Madre Laura.
Creer que existe un santo que nos salve de la corrupción tal vez no sea tan mala idea, pues ya tenemos al Divino Niño, en quien confiamos ciegamente para que nos ayudara a ganar el Mundial de Fútbol, pero lo que sí es claro, es que la fe resulta a veces no solo espiritual sino muy productiva y rentable.
Luis Felipe Chávez G.
Historiador