Recientemente, el Fondo Monetario Internacional (FMI) reveló su previsión sobre la inflación venezolana para este 2018. Según este organismo, el registro de esta variable al cierre del año estaría próximo al 1.000.000%, al mismo tiempo que se prevé una contracción del Producto Interno Bruto cercana al 18%; este contexto de profundización de la crisis humanitaria del vecino país, pone a Venezuela en los libros de texto de economía, al lado de las experiencias de hiperinflación como las de Alemania en 1923 o la de Zimbabue en el año 2000.
Por encima de lo sorprendentes que resultan las cifras, la cruda realidad por la que atraviesa el pueblo de venezolano resulta de interés, si se reconoce que una situación de “megainflación” no es fortuita, ni mucho menos se trata de un caso de generación espontánea, sino un resultado completamente predecible y ampliamente documentado, del cual se pueden extraer viejas lecciones para problemas contemporáneos.
En concreto, el crecimiento exponencial de los precios en Venezuela es el resultado de financiar amplios déficits fiscales a través de una expansión de la base monetaria.
En la medida en la que el modelo económico del socialismo del siglo XXI, de manera efectiva ha logrado desmontar el aparato productivo de este país, el recaudo tributario es prácticamente nulo, y aunque el precio del crudo ha consolidado una tendencia al alza a lo largo del último año, la constante caída en la producción venezolana borra cualquier expectativa de ajuste fiscal, pues las presiones de gasto creciente responden a la necesidad de compra de lealtades por parte del régimen.
Esta última digresión es clave para entender que la dinámica inflacionaria de Venezuela es resultado de su estructura política y de gobierno, y no de una conspiración internacional contra su economía, ni mucho menos de falta de comprensión por parte de la teoría económica sobre los fundamentos de dicho proceso.
En marzo de 1944 el ganador del premio nobel de economía Friedrich von Hayek publicó ‘Camino de Servidumbre’, una obra que explica con total claridad como el proceso político del “colectivismo” requiere la concentración de poder que conlleva a la ruina económica.
Hayek explica como en un principio los representantes políticos del colectivismo (operando en un esquema de gobiernos representativos), utilizan a los sectores menos favorecidos como botín político apelando a la supuesta defensa de sus intereses.
Una vez en el poder, el debate sobre los diferentes puntos de vista, característico del espacio parlamentario, es considerado un obstáculo para obtener los resultados prometidos, lo que paulatinamente permite incubar la idea según la cual es la falta de poder por parte del Estado lo que impide obtener los resultados prometidos.
Para Hayek este proceso de concentración de poder político y planificación económica así fuese bien intencionado, fracasa inevitablemente pues no permite que fluya la información para la toma de decisiones de inversión que genera un sistema de precios de mercado.
Este fracaso se recicla una vez más, permitiendo que se consoliden en el poder aquellos que proponen más autonomía para el Estado, habilitando la llegada de un “mesías político”, presentado como el único capacitado para “hacer lo necesario”. Así las cosas, inevitablemente se llega a la dictadura y su característica desinstitucionalización.
Esta aproximación teórica presentada hace más de 70 años, que vincula a los procesos políticos con la economía de mercado y las libertades individuales, explica bastante bien el proceso inflacionario de Venezuela, en donde la total sujeción del Banco Central a los intereses políticos del régimen se han convertido irónicamente en el principal verdugo de las clases menos favorecidas, pues como cualquier estudiante de primeros semestres de economía sabe, la inflación es en la práctica el impuesto más regresivo, pues castiga con mayor severidad a los más pobres.
Lo anterior fuera de aterrizar el proceso inflacionario de Venezuela, es útil para contextualizar el acelerado proceso de empobrecimiento que enfrenta la población de dicho país. En el centro de este proceso se encuentra la confusión entre el dinero y la riqueza.
Si bien es cierto que la riqueza tiene una expresión monetaria, no se puede asegurar que una determinada cantidad de dinero se traduzca en riqueza.
En líneas generales, la riqueza es el fruto de un proceso que genera flujos de efectivo, y está asociada a la función empresarial y su análisis de la información que el sistema de precios genera.
En el caso venezolano, la confusión de los dos conceptos por parte del régimen ha llevado erróneamente a considerar que por tener las mayores reservas mundiales de crudo, la economía venezolana puede considerarse rica, y con cargo a estas se pueden violar las leyes económicas que generan bienestar generalizado.
Un ejemplo de lo anterior es el denominado ‘petro’, un intento de moneda virtual cuyo respaldo no sería la credibilidad del banco central, sino las reservas de petróleo del país; sin embargo, el éxito sigue tropezando con la confianza en el gobierno pues es éste quien controla dichas reservas.
Fuera de los anuncios, de restar ceros a la moneda o realizar incrementos en el salario mínimo, lejos de ser unas soluciones creíbles, son –de facto– distractores que perpetúan el círculo vicioso del desmanejo monetario, el cual responde a la monetización de la deuda.
En un futuro cercano, la coyuntura económica venezolana seguramente será incorporada en los libros de texto en economía, como un caso de estudio clásico en materia de inflación descontrolada.
Para Colombia esta experiencia tiene una importancia mucho mayor, no solo por el palpable drama humanitario que se vive en todo el país y las consecuencias socioeconómicas que enfrentan los entes territoriales, sino porque es un recordatorio de los peligros de dar la espalda a los verdaderos principios generadores de riqueza de una sociedad.
Diego Camacho Álvarez
Director de Investigaciones Económicas en Ultraserfinco