Theresa May (62) tiene muchos parecidos con Angela Merkel (64). Son hijas únicas de pastores protestantes; no tienen hijos; son calmadas; les gusta pasar vacaciones en la montaña; ambas fueron ministras de la mujer; sus maridos provienen de sus ambientes de trabajo; son partidarias del matrimonio de parejas del mismo sexo; políticamente conservadoras y pragmáticas. Se llevan bien.
Sus diferencias comienzan por la forma de vestir: Merkel es sobria, May es glamur; la colección de zapatos de May (con estampado leopardo) es conspicua, Merkel es austera; May se expresa corporalmente con muecas, el rostro de Merkel es inexpresivo; la formación de May fue en geografía, la de Merkel en física; May es más rock, Merkel es más Wagner. Y, por supuesto, su visión de Europa es diametralmente opuesta.
Theresa Mary Brasier empezó a incursionar en la política muy joven mientras trabajaba en el mundo financiero. A la edad de 36 años se presentó a las elecciones Parlamentarias, pero perdió. Dos años más tarde fue nuevamente derrotada. Hasta que la tercera fue la vencida, y entró al Parlamento por el partido conservador a la edad de 41 años.
Después de trece años de trabajo parlamentario, May fue nombrada ministra del Interior en el gabinete del conservador Cameron - fue dura con la inmigración. Seis años más tarde saltó a primer ministro. Calificada como euroescéptica (tibia con la Unión Europea), en el referendo de 2016 votó por continuar en la UE (comercio y seguridad nacional).
Cuando el primer ministro Cameron renunció por haber perdido el referendo con el cual los británicos se decidieron por el Brexit, May se postuló para reemplazarlo con el eslogan: “Brexit means Brexit”. Su historia dentro del partido (subiendo uno a uno todos los peldaños), su entronque con las bases de su electorado, su trabajo como ministra, su tenacidad y su carácter estable, fueron los argumentos para que su partido la nombrara primer ministro. Ya en funciones, marcó la cancha para la negociación del divorcio con la UE con otro eslogan: “No deal is better than a bad deal”.
A los pocos meses May convocó a elecciones anticipadas para barrer a los liberales y asentar su autoridad. Mal cálculo. Los conservadores pasaron de ser mayoría absoluta en el Parlamento, a tener que conformar un gobierno de coalición. En vez de fortalecerse, se debilitó.
Después, su actuación en la convención de su partido, tras su derrota electoral, fue un fiasco. Su discurso de clausura estuvo marcado por una tos arrolladora, y por las letras a su espalda con el eslogan de su partido, que se caían frente a los ojos de sus colegas provocando risas. No era el anuncio de un buen augurio. Sus detractores la acusaron de estar maldecida por la mala suerte. Pero su marca es la tenacidad.
May se está enfrentando a tres jaurías: los liberales de Corbyn que lo que quieren es elecciones generales; los radicales de su partido (unos 100), que quieren un Brexit sin ningún amarre a la UE; y los Veintisiete de la UE. Negoció el mejor acuerdo posible para asegurar un divorcio con el menor traumatismo económico, pero las dos jaurías de su país lo que quieren es devorársela.
Los británicos marcaron mayoritariamente la casilla del Brexit, pero no dijeron qué tipo de Brexit querían; eso se lo dejaron a sus gobernantes.
Las dos partes acordaron desde el comienzo que no habría una frontera dura entre Irlanda del Norte (Reino Unido) y la República de Irlanda (UE), es decir, que no habría controles fronterizos, para asegurar la libre circulación de personas y de mercancías. El problema lo resolvieron manteniendo a todo el Reino Unido dentro de la unión aduanera conformada por la UE, hasta poner en marcha el mecanismo que lograra ese propósito. Esto significa que los británicos serán rehenes de la política comercial de la UE por un tiempo incierto; para sus enemigos, eso no es el Brexit que votaron los británicos.
“El inglés se ve como un capitán con un pequeño grupo de hombres sobre un navío; el capitán determina la meta” (Caneti). May ha mantenido el timón del Brexit con fortaleza en medio de un mar embravecido. Siete ministros han saltado de la embarcación. Sus días comienzan con malas noticias. Sus citas con el parlamento son combates feroces. Su esposo la espera por las noches con un largo vaso de wisky. En dos años su rostro ha envejecido. Si fracasa en su empeño, el RU se sumergirá en la peor crisis de los últimos 75 años, y pasaría a la historia como la peor primer ministro.
Theresa May, después de haber ganado el voto de confianza de su partido, no va a renunciar. Su acuerdo de divorcio será derrotado en el Parlamento porque es imposible satisfacer todos los intereses; la libra esterlina se desplomará y las bolsas europeas temblarán; viajará a Bruselas para exigir una fecha cierta para el retiro de la unión aduanera; los europeos la tratarán con cortesía, no más. May presentará de nuevo el acuerdo de divorcio a su Parlamento (tiene dos tiros); como el reloj seguirá marcando las horas, los pondrá en la disyuntiva de escoger entre un Brexit con su acuerdo, o un Brexit sin acuerdo de divorcio. Le queda un último cartucho: que el pueblo elija entre aceptar su acuerdo de divorcio o seguir perteneciendo a la UE.
“Las mujeres tienen más coraje que el hombre”, escribió Margarite Yourcenar.
Diego Prieto Uribe
Experto en comercio exterior