Los más de tres años de conversaciones en La Habana entre el Gobierno colombiano y el grupo guerrillero Farc han sido y serán inevitablemente controversiales. Estos diálogos representan un cambio fundamental en paradigmas que se supondrían prácticamente inamovibles en cualquier sociedad establecida, a saber: que quienes cometan actos criminales sustanciales contra la vida y la propiedad deben, sin excepción, enfrentar la justicia; que la democracia no permite a nadie decidir sobre el funcionamiento del Estado y el país sin haber sido electo libremente, y que nadie puede forzar la voluntad de sus conciudadanos mediante la violencia.
La decisión de buscar negociar con los jefes de las Farc parte de unos supuestos implícitos, que no son obvios, y que necesitan ser explicados y desarrollados por el Gobierno, evitando la descalificación superficial de los argumentos contrarios a las negociaciones o a sus procedimientos, particularmente en la medida en que transcurren los meses y los años en el diálogo, sin resultados tangibles
Un primer supuesto es que la guerrilla no puede ser obligada a enfrentar la justicia ni puede ser derrotada policiva o militarmente. El Ejército y la Policía de Colombia tienen más de 500 mil hombres bien armados y equipados, con helicópteros y aviones de soporte, y adicionalmente cuentan con el apoyo de todas las instituciones del país y del 98 por ciento de la población. Los guerrilleros, en cambio, rondan los 5 mil efectivos, de los cuales más de la mitad son menores de edad, todos con muy escasa formación, un equipamiento reducido y muy pocas armas sofisticadas. Los ‘jefes’ no pasan de 200. ¿Por qué el Ejército no puede controlar y derrotar al grupo guerrillero?
La respuesta no es evidente para la opinión pública. La información sobre el desarrollo del ‘conflicto’ ha sido siempre muy escasa. No se sabe ni quiénes ni cuántos guerrilleros atacan y en qué zonas, en qué consisten los ‘frentes’ de las Farc ni los avances del Ejército o la guerrilla a través del territorio nacional. Los enfrentamientos reciben reseñas mínimas en las noticias y nunca se muestran mapas que permitan ubicarlos y comprenderlos, para ir siguiendo la victoria o derrota de unos y otros. A los colombianos se les debe explicar, con claridad, en dónde radica la enorme capacidad de este grupo armado, minúsculo y carente de apoyo popular, que le permite imponer la negociación al Gobierno democráticamente electo.
El segundo supuesto es que la firma de un acuerdo con los jefes guerrilleros, presentes en La Habana, significaría una muy relevante disminución en la violencia presente y latente en grandes partes del país, y que por esto vale la pena el sacrificio de principios para negociar con ellos. Este supuesto es fundamental al proceso, pues al fin y al cabo si se reducen drásticamente las muertes violentas, el ‘fin habrá justificado los medios’. Desafortunadamente, es el más cuestionable de todos. Colombia tiene una de las tasas de homicidios más altas del mundo, y el origen de estos asesinatos es múltiple. Los muertos anuales causados por la guerrilla no llegan ni al 5 por ciento de los asesinatos totales, es decir, de aproximadamente entre 20 y 30 mil homicidios anuales, no más de entre 1.000 y 1.500 serían explicados por las batallas con los guerrilleros y por las minas antipersonas. Estas son las muertes violentas que eventualmente se evitarían si las Farc se desmovilizan por completo. Pero, como el grupo guerrillero es una ‘confederación’ de ‘frentes’ o grupos con jefaturas independientes, sin líneas de autoridad estrictas y ejecutables que permitan a los eventuales firmantes de un acuerdo con el Gobierno ordenar una desmovilización total y ser obedecidos, es muy poco probable que una firma condujese a la deposición de las armas de una parte importante de los guerrilleros. Consecuentemente, su efecto final sobre la reducción de la violencia sería mínimo.
El tercer supuesto es que las negociaciones con los violentos no debilitarán la firmeza de las instituciones, ni la fe en la justicia, ni promoverán la violencia, al premiarla. Este supuesto es difícil, tanto de probar como de negar. De una parte, es inevitable que al ciudadano del común le parezca insólito que quienes han ejercido la violencia como método de vida reciban un tratamiento tan deferencial, y que constituyan la atención principal del Presidente de la República y parte de sus altos funcionarios. De otro lado, en cada paro, protesta masiva, bloqueo de carreteras, acto de vandalismo, se escucha la consabida frase: “si negocian con los guerrilleros, ¿por qué no con nosotros?”. Y por supuesto, la pregunta no es banal, pues absolutamente todos quienes han protestado en ciudades y carreteras con sus ‘molotov’ y ‘papas bomba’, han tenido un comportamiento ejemplar en comparación con el de los miembros de las Farc.
Como corolario del tercer supuesto, se implica también que es de cualquier forma positiva dialogar, que nada se puede perder, que en algún sentido constituye un avance. Sin embargo, la consecuencia final de ‘dialogar por dialogar’ puede ser la de incrementar la violencia. El grupo guerrillero se puede fortalecer militarmente aprovechando la disminución del acoso del Ejército y el aumento en el apoyo militar internacional. Los principales dirigentes de la guerrilla mejorarán su reputación y conexiones internacionales y gozarán de un restaurador asueto del trajín del conflicto. Los militares colombianos quedarán menos inclinados al combate, temiendo sacrificar sus vidas futilmente. Los demás grupos violentos tomarán nota del tratamiento generoso que el Gobierno puede otorgarles, estimulándolos a continuar con sus delitos.
Conversar, dialogar, con quienes han causado enorme dolor a decenas de miles de colombianos, habiendo cometido crímenes innombrables, en actos que han transmitido un desprecio por la caridad y la condición humana, es ceder al terror y promover la confusión moral. En La Habana, la institucionalidad colombiana puede estar sufriendo un daño irreversible, frente a tan solo una pequeña posibilidad, apenas eventual, de reducir marginalmente los niveles de violencia.
Louis Kleyn
Consultor empresarial