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Análisis/ Mandela: el hombre de la buena esperanza

Su legado trasciende la reivindicación de una raza. Si bien reconoce y genera las acciones políticas y legales para saldar una deuda histórica, tiene la capacidad de registrar los múltiples rostros que puede adoptar la discriminación.

Redacción Portafolio
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Redacción Portafolio

No existe un lugar ni una sociedad en el mundo para quienes el perdón no sea un desafío, ni que la libertad auténtica, aquella que se define en la capacidad de desplegar todo el potencial humano, no sea la máxima aspiración.

Nelson Mandela hizo que la libertad de un hombre se tradujera en la libertad de un pueblo. Logró que esta, a su vez, abriera inmensas posibilidades para ser redefinida y reconceptualizada a nivel mundial. Llevó a que la victoria surafricana en la lucha contra la discriminación racial fuera asumida como propia por hombres y mujeres que llevaban arriba las banderas por la reivindicación de derechos y la lucha contra cualquier tipo de opresión.

A través de una resistencia pacífica, Mandela, siendo líder del Congreso Nacional Africano, condujo al fin del apartheid, instaurado desde 1948 como sistema y discurso encargado de codificar las leyes y acciones de la discriminación racial. Sin embargo, no era solo este sistema el que debía ser enfrentado. La historia de la segregación es parte estructural de Suráfrica, y sus primeras manifestaciones descansan en la concepción mesiánica y excluyente con la que desde 1658 los holandeses quisieron constituir su ‘tierra prometida’.

La victoria de Mandela trasciende la eliminación del apartheid como estructura. Su éxito estuvo en conducir a la nación surafricana a romper un paradigma, una construcción histórica de siglos basada en la exclusión, en el desconocimiento del otro y en la negación de la libertad. Durante 27 años, desde Robben Island, mantuvo viva la lucha contra el apartheid, despertó la solidaridad mundial y configuró un proyecto político definido en una democracia multirracial. Más que ello, un proyecto social por el cual se hiciera posible el encuentro de individuos sin barreras raciales.

La resistencia contra el apartheid adquiere nuevos matices en Robben Island. Desde allí se hace de la educación el mecanismo por excelencia de la acción política no violenta. Mandela decidió trabajar en la formación política de los prisioneros para convertirlos en los futuros actores de la reconciliación y, con ello, en los artífices de la nueva Suráfrica. Aun en contravía de algunas disposiciones internas del Congreso Nacional Africano, Mandela reconoció la necesidad de establecer un diálogo con el Gobierno para “reconciliar las aspiraciones de los negros con los temores de los blancos” y concluir así la mayor cruzada por los derechos humanos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

La llegada de Mandela al poder, en 1994, constituyó un reto para la democracia y una oportunidad histórica para la construcción de la nación surafricana. Su ideal democrático, que tiene como premisa la fórmula “un hombre, un voto”, reconoce que la voluntad de la mayoría solo se perfecciona cuando los derechos de las minorías son salvaguardados. No existen ciudadanos de segundo orden, por ello no es posible claudicar frente a la aspiración de un Estado del que todos se sientan parte, sin importar su raza, cultura, credo o ideología.

El proyecto de Mandela es progresista, al interpretar la complejidad de la construcción nacional en un Estado en el que tanto la identidad tribal como el multiculturalismo son elementos fundamentales. Así, su legado trasciende la reivindicación de una raza; si bien reconoce y genera las acciones políticas y legales para saldar una deuda histórica, tiene la capacidad de registrar los múltiples rostros que puede adoptar la discriminación.

Construir la paz es aún más difícil que hacer cesar la guerra. De ahí que la gran victoria de Mandela se exprese en el cambio de imaginarios, en resignificar el odio y volcar el dolor de un pueblo en un compromiso con un nuevo país. Su valor como estadista y líder está en la construcción de las bases para una paz sostenible.

Tan largo como el camino de Mandela a la libertad, ha sido el camino a una total reconciliación. Veinte años pueden resultar cortos para cerrar las heridas, no solo del apartheid, sino de la historia de exclusión que definió a Suráfrica. Sin embargo, la llamada ‘Nación del Arco Iris’ ha sabido mostrar al mundo su capacidad de perdón, su voluntad de construir una identidad nacional y su potencial como líder en el concierto de las naciones africanas.

Grandes desafíos persisten para Suráfrica, no obstante referirse a una nación es, en sí mismo, una victoria. Queda claro que aún se requieren pasos para avanzar de una democracia multirracial a un auténtico ejercicio interétnico del poder, a consolidar el legado de Mandela y perfeccionar la reconciliación, recordando que ‘somos humanos solo a través de la humanidad de otros’.

Magda Lorena Cárdenas

Redintercol

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